sábado, 14 de julio de 2018

Meditación: Mateo 10, 24-33

El discípulo no es más que el maestro,
ni el criado más que su señor.
Le basta al discípulo ser como su maestro.
Mateo 10, 25

Cuando Jesús preparaba a sus discípulos para el trabajo misionero, quiso fortalecerlos para realizar esa obra, porque estarían expuestos públicamente a la crítica, el rechazo e incluso el odio. ¿Qué es lo que debían hacer? “Lo que les digo al oído, pregónenlo desde las azoteas.” Pero ¿qué debían ellos proclamar desde las azoteas?

Sin duda se trataba de anunciar que el Reino de Dios había llegado y que había que cambiar de actitudes, abandonar el egoísmo y el juicio, y adoptar el amor, el perdón y la tolerancia. Pero al mismo tiempo, considerar que todos los demás también son hijos de Dios y que el Señor quiere que se salven, para lo cual el testimonio de vida del evangelizador es crucial.

El terreno al pie de la cruz es parejo; nadie queda más alto que otro. Si queremos ser testigos eficaces del poder de Jesús, debemos ser honestos en reconocer lo mucho que dependemos de él, porque separados de él nada podemos hacer. Y al dar testimonio, las palabras no importan tanto como la actitud y el amor con que se digan. A nadie le gusta que le señalen sus faltas y pecados, pero a todos les interesa saber que hay alguien que los quiere, los acepta, se interesa en su felicidad y los llama a una comunión de vida para bien suyo; todos quieren escuchar que Dios efectivamente sana y transforma a los pecadores y que ellos también pueden ser seguidores de Cristo.

Por eso el evangelizador tiene dos motivaciones esenciales a las que puede dedicarse en la vida: antes que nada, la búsqueda de la santidad personal, a fin de mantenerse unido a Cristo; y segundo, el deseo de trabajar con dedicación y alegría para que otros lleguen a conocer a Jesús y salven su alma.

La buena noticia del Evangelio es que el Señor es muy superior a todo lo que podamos ver en el interior de nuestra vida y que él puede librar, sanar y salvar. ¡Es algo que él quiere hacer! Dejemos, pues, que Cristo nos haga ver las áreas de oscuridad que tenemos, no solamente por nuestro bien, sino por el testimonio de vida que demos.
“Espíritu Santo, Señor mío, escudriña mi corazón y enséñame a reconocer la oscuridad del alma; permite que tu luz brille en mis tinieblas interiores y me libre de toda maldad, para que así comparta con mis semejantes la buena noticia de la reconciliación.”
Isaías 6, 1-8
Salmo 93(92), 1-2. 5
fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros

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