El amor, la alegría y la paz del Espíritu Santo
Hermano, piensa que acabas de terminar un magnífico banquete, quizás en un restaurante lujoso, o tal vez que has tenido tiempo extra para cocinar algo especial para tu familia en el fin de semana.
¡Todo ha resultado magnífico! Ya te puedes acomodar en el reclinador, tal vez con una taza de té o café a tu gusto y relajarte. ¡Qué sentido de alegría y satisfacción!
Esta escena nos ayuda a entender algo de lo que significa ser lleno del Espíritu Santo. Cuando el Espíritu nos colma de su gracia, nos sentimos satisfechos, llenos del amor de Dios, y nos invade un profundo sentido de paz que nos lleva a “relajamos” en su presencia. Es una sensación tan maravillosa que no queremos que termine, y tal como el apóstol Pedro en el monte de la Transfiguración decimos: “Señor, qué bueno es estar aquí contigo.”
Pero esto es apenas el principio. Si bien un banquete nos satisface por un tiempo, el ser llenos del Espíritu Santo no sólo nos satisface, sino que también nos transforma. El amor del Señor nos hace sentirnos felices, pero también nos envía al mundo para ser sus testigos mediante el servicio generoso y amable. Así como el alimento nos proporciona lo necesario para nutrir el organismo, el Espíritu Santo alimenta el corazón. Queremos reposar disfrutando de su amor, pero al mismo tiempo estamos tan llenos de alegría que no podemos permanecer impávidos: Nos sentimos empujados a salir y compartir las bendiciones del Espíritu con quien quiera escucharnos.
Es evidente que hay mucho que el Espíritu Santo quiere hacer en nosotros; por eso, daremos una mirada a los Libros Sagrados para captar algo de todo cuanto se nos ofrece.
Amor, alegría, paz. Todos nos sentimos felices y alegres cuando recibimos un regalo inesperado y valioso. Cuando uno piensa en que sus amigos más íntimos acaban de casarse sacramentalmente, no podemos dejar de demostrar nuestra alegría. También uno puede pensar en la sensación de alivio y contento que nos viene cuando dos de nuestros hijos adultos, que habían estado enemistados durante años, finalmente se reconcilian y se abrazan. En cada una de estas situaciones, las emociones se disparan y el corazón se nos llena de un cálido sentimiento de amor y gozo.
Algo similar sucede cuando nos llena el Espíritu Santo. Nos invade un sentido de amor profundo que sabemos que no proviene de nosotros mismos; sentimos una calidez persistente en el corazón que nos hace ver que estamos en manos de Dios, una calidez que nos invade por completo; una alegría nueva, que nos eleva y ahuyenta los temores, la inseguridad, la tristeza y la ira.
Es cierto que estas descripciones parecen ser muy sentimentales y emocionales, y puede que lo sean, pero el hecho de llenarse del Espíritu Santo no es solamente algo como tomar un tónico espiritual. Lo que sucede es una realidad mucho más profunda, que San Pablo expone en forma admirable. En su carta a los cristianos de Éfeso les advierte diciéndoles: “No se emborrachen, pues eso lleva al desenfreno; al contrario, llénense del Espíritu Santo… dando siempre gracias a Dios el Padre por todas las cosas, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Efesios 5, 18. 20).
Para el apóstol, hay una clara diferencia entre los extremos emocionales de estar borracho y la experiencia de ser lleno del Espíritu Santo. Cuando alguien está ebrio, puede sentirse muy feliz o relajado o incluso adormecido, pero algunos terminan con una actitud pendenciera y perturbadora e incluso violenta. Esto es así porque pierden el control de sus sentimientos, sus palabras y sus actos.
Para San Pablo, el Espíritu Santo produce un conjunto diferente de reacciones: amor y alegría, claro que sí, pero también paz, paciencia y dulzura, e incluso control de sí mismo. A esta disposición gozosa pero apacible él la llama el “fruto del Espíritu” (Gálatas 5, 22-23). A él le parecía que el contraste entre el que está borracho y el que está lleno del Espíritu Santo es tan claro como entre la atracción que se siente hacia los creyentes llenos del Espíritu y la repulsa que se siente hacia los borrachos.
Una “sobria embriaguez”. Puede decirse que esto es lo que sucede cuando el Espíritu Santo llena plenamente a una persona. Es el tipo de fruto espiritual que uno puede experimentar cuando el Espíritu nos habla al corazón susurrándonos la verdad de que le pertenecemos a Cristo. Tomando en serio las palabras de San Pablo, los Padres de la Iglesia han dicho que esta es una especie de sobria embriaguez.
Para los Padres, esa sobria embriaguez es el sentimiento que nos invade cuando el Espíritu Santo nos convence de que nada nos puede separar del amor de Dios (Romanos 8, 38), y estaban convencidos de que este tipo de amor y alegría, esta clase de “intoxicación espiritual”, no estaba reservado sólo para los grandes santos. De hecho, muchos de ellos esperaban que los creyentes comunes y corrientes tuvieran una experiencia cotidiana de ser llenos poderosamente del Espíritu Santo, como lo experimentaba San Pablo.
Si este apóstol estuviera aquí hoy con nosotros, no dudaría en decirnos que todos tenemos el potencial de ser llenos del Espíritu Santo; y que no nos embriaguemos con vino, sino que procuremos ser llenos del Espíritu y hacerlo con frecuencia. Él sabía que el Espíritu quiere llenarnos de su gracia y su amor una y otra vez, de modo que nunca nos olvidemos de cuánto nos ama el Altísimo. También nos instaría a elevar cánticos espirituales y a dar gracias a Dios, incluso cuando no nos sintamos particularmente gozosos, porque él sabía que cuanto más elevemos el corazón y la voz en alabanza a nuestro Señor, mejor nos disponemos a ser llenos del poder del Espíritu.
Señor, abre mis ojos. El Espíritu no se limita a elevarnos el corazón, con lo maravilloso que eso es. También nos abre los ojos. ¿Has tenido tú alguna vez esa sensación de un destello de claridad o un entendimiento nuevo para resolver un dilema que te había intrigado por horas o días? Probablemente te has pasado mucho tiempo tratando de dilucidarlo, pero de repente se te presenta la solución como de la nada, y es uno de esos momentos de “¡Pero claro, por supuesto!” cuando ves o entiendes algo de una forma totalmente nueva, y ese nuevo entendimiento te resulta estimulante. En la vida cotidiana, estos momentos nos ayudan a resolver problemas en el trabajo, o a comprender algo más de cómo piensa tu hijo adolescente, o llegar finalmente a controlar tus finanzas.
Pero la Escritura nos dice que el Espíritu nos transporta más allá aún. De hecho, las páginas de la Biblia están llenas de relatos de personas que han tenido ese tipo de momentos de revelación o entendimiento. Por ejemplo, el ciego Bartimeo, Lidia de Filipos, Isabel y Zacarías, y tantos otros tuvieron momentos parecidos de iluminación espiritual que les cambió la vida para siempre. Luego están también aquellos que tuvieron varias ocasiones de revelación como esos: la Virgen María, Pedro, Santiago, Juan, Pablo, Aquila y Priscila y Bernabé, para nombrar sólo algunos.
Los casos de todas estas personas se encuentran en la Sagrada Escritura para ayudarnos a convencernos de que el Espíritu nos quiere conceder esos tipos de momentos gloriosos a nosotros también; nos quiere darnos momentos en los que de repente caemos en cuenta que somos amados y apreciados por Dios; momentos en los que entendemos alguno de los misterios de la fe cristiana de una manera inesperada, o recibimos nuevas ideas acerca de cómo podemos ayudar a un ser querido que esté necesitado o cómo superar las dificultades que nos causa nuestra propia tendencia al pecado.
En la Última Cena, Jesús señaló: “Cuando venga el Espíritu de la verdad, él los guiará a toda verdad…les hará saber las cosas que van a suceder… recibirá de lo que es mío y se lo dará a conocer a ustedes” (Juan 16, 13-14). Este tipo de orientación y entendimiento viene conforme vamos madurando en la fe, pero también puede suceder de una manera nueva y espectacular, como sucedió con las personas que ya mencionamos.
Y nosotros ¿qué? El Espíritu Santo desea guiarnos y abrir nuestros ojos para que veamos el Reino de Dios; quiere ayudarnos a ver a Jesús de una manera nueva y reveladora, conforme vamos creciendo en la fe. Todo el día nos está enviando mensajes y ofreciendo esta gracia. Cuando te das cuenta de que debes ser más amable con alguien o despojarte de un resentimiento, ¿de dónde crees que te vino el pensamiento? Del Espíritu Santo. Cuando día tras día has pasado por un barrio pobre durante años, pero un día sientes una inequívoca sensación de tristeza al ver a aquellos que se debaten en la pobreza extrema, ese es el Espíritu Santo que está obrando en ti. Cuando comienzas a sentir el vivo deseo de comenzar a ir a Misa diaria, puedes estar seguro de que el Espíritu es el origen de esa inquietud.
Naturalmente, estos mensajes del Espíritu Santo no van a ser siempre las palabras más dramáticas que hayamos escuchado. A veces puede haber ocasiones en que él cambia el curso de nuestra vida, dándonos un llamamiento completamente nuevo, pero en la mayoría de las veces, su objetivo es hacernos ver que Jesús nos ama profundamente. En su mayor parte, nos alienta a ser más como Jesús en nuestras familias, y nos pedirá que atendamos y ayudemos a quienes afrontan dificultades en nuestras parroquias y barrios.
Es tanto lo que el Espíritu quiere obrar en nosotros, que en el próximo artículo veremos una manera de abrir el corazón a fin de que él nos llene más y más.
Fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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