«La niña no ha muerto; está dormida» (Mc 5,39)
Todas las perícopas evangélicas, carísimos hermanos, nos ofrecen los grandes bienes de la vida presente y de la futura. Pero la lectura de hoy es un compendio perfecto de esperanza, y la exclusión de cualquier motivo de desesperación.
Pero hablemos ya del jefe de la sinagoga, que, mientras conduce a Cristo a la cabecera de su hija, deja expedito el camino para que la mujer se acerque a Cristo. La lectura evangélica de hoy comienza así: Se acercó un jefe de la sinagoga, y al verlo se le echó a sus pies, rogándole con insistencia: Señor mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva. Conocedor del futuro como era, a Cristo no se le ocultaba que iba a producirse el encuentro con la susodicha mujer: de ella había de aprender el jefe de los judíos que a Dios no hay que moverlo de sitio, ni llevarlo de camino, ni exigirle una presencia corporal, sino creer que Dios está presente en todas partes, íntegramente y siempre; que puede hacerlo con sola una orden, sin esfuerzo; infundir ánimo, no deprimirlo; ahuyentar la muerte no con la mano, sino con su poder; prolongar la vida no con el arte, sino con el mandato.
Mi niña está en las últimas; ven. Que es como si dijera: Aún conserva el calor de la vida, aún se notan síntomas de animación, todavía respira, todavía el señor de la casa tiene una hija, todavía no ha descendido a la región de los muertos; por tanto, date prisa, no dejes que se le vaya el alma. En su ignorancia, creyó que Cristo no podía resucitar a la muerta sino tomándola de la mano. Esta es la razón por la cual Cristo, cuando, al llegar a la casa, vio que a la niña se la lloraba como perdida, para mover a la fe a los ánimos infieles, dijo que la niña no estaba muerta, sino dormida, a fin de infundirles esperanza, pensando que era más fácil despertar del sueño que de la muerte. La niña —dice— no está muerta, está dormida.
Y realmente, para Dios la muerte es un sueño, pues Dios devuelve más rápidamente a la vida que despierta un hombre del sueño a un dormido; y tarda menos Dios en infundir el calor vivificante a unos miembros fríos con el frío de la muerte de lo que puede tardar un hombre en infundir el vigor a los cuerpos sepultados en el sueño. Escucha al Apóstol: En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, los muertos despertarán. El bienaventurado Apóstol, al no hallar palabras capaces de expresar la velocidad de la resurrección, acudió a los ejemplos. Porque, ¿cómo hubiera podido imprimir celeridad al discurso allí donde la potencia divina se adelanta incluso a esa misma celeridad? ¿O en qué sentido podía expresarse en categorías de tiempo, allí donde se nos otorga una realidad eterna no sometida al tiempo? Así como el tiempo dio paso a la temporalidad, así excluyó el tiempo la eternidad.
S Pedro Crisólogo
Sermón 34, 1. 5: CCL 34, 193. 197-199
No hay comentarios:
Publicar un comentario