Cuando hayan levantado al Hijo del hombre, entonces conocerán que Yo Soy. (Juan 8, 28)
Moisés levantó la serpiente de bronce y quienes la contemplaron vieron dos cosas: primero, una visión gráfica de sus propios pecados, porque las murmuraciones, las acusaciones y las quejas son tan mortíferas como las serpientes y se deslizan furtivamente entre las personas obstaculizando o torciendo la obra de Dios. Segundo, vieron claramente la misericordia de Dios, porque todos cuantos miraban la serpiente de bronce sanaban instantáneamente.
De modo similar, cuando nosotros miramos fijamente a Cristo crucificado, nos vemos más claramente a nosotros mismos y también al propio Jesús.
Vemos que somos capaces de herir mortalmente a otros por la indiferencia, el egoísmo y el orgullo; vemos que podemos ser tal como Pilato cuando nos lavamos las manos ante el sufrimiento de los necesitados; como los soldados cuando maltratamos a quienes no respetamos; como la muchedumbre que fácilmente se deja llevar por la corriente del momento y rechaza a quienes no sigan esa corriente. Somos como los aspirantes a discípulos que huyen a la primera señal de problemas y como los amigos que se quedan paralizados por el miedo. Vemos que nuestras propias acciones le han causado el gran dolor que el Señor experimenta mientras se encuentra crucificado sufriendo por nuestros pecados.
Pero eso no es todo. Si miramos fijamente al crucifijo, vemos también a Dios que se hizo hombre porque nos ama; vemos a Jesús que nos mira a cada uno con gran ternura y compasión. Le oímos decir que promete el perdón y la vida eterna a todo el que se acoja a él arrepentido. Vemos a un Mesías que nos ama tanto e incondicionalmente que está dispuesto a vencer no solo nuestros pecados, sino la muerte misma.
Dedica hoy un momento para contemplar un crucifijo, en casa o en la iglesia. No te preocupes si tienes o no algo que decirle al Señor. Solo arrodíllate allí y fija la mirada en él con alegría y gratitud. Ten el coraje de entender lo que él te haga ver sobre ti mismo, pero no te detengas allí. Sigue contemplándolo fijamente hasta que sientas que su amor es más poderoso que tu pecado y que te eleva a la presencia de Cristo Jesús, tu hermano y Redentor.
“Señor mío Jesucristo, gracias infinitas por amarme tanto que aceptaste ser levantado en la cruz para salvarme.”
Números 21, 4-9
Salmo 102 (101), 2-3. 16-21
fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros
No hay comentarios:
Publicar un comentario