Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre. (Juan 13, 31)
Pedro fue el primer apóstol que reconoció públicamente que Jesús era el Cristo y el primero en declararse dispuesto a morir por él; pero cuando le llegó la hora de la prueba, negó a Jesús, no solo una sino tres veces. La fortaleza que creyó tener se esfumó y pronto apareció el miedo.
Hubo otro apóstol, “el discípulo a quien Jesús amaba” (Juan 21, 20), que no hizo declaraciones como éstas; simplemente se mantuvo cerca del Señor en la Última Cena y al pie de la cruz aquel primer Viernes Santo, porque su amor al Señor le impulsaba a acompañarlo en su hora final. ¿Con cuál de estas dos actitudes te identificas tú? ¿Te pareces más a Pedro, que confiaba en sus propias fuerzas pero que tropezaba cuando surgía la prueba, o eres más como el discípulo amado, cuyo amor a Cristo le dio fuerzas para hacer frente a cualquier prueba y tentación?
Ningún cristiano tiene la fortaleza ni la fidelidad necesarias para resistir todas las tormentas de la vida por sus propios medios; todos necesitamos el apoyo y las fuerzas que solamente el Señor nos puede dar; todos tenemos que experimentar su victoria sobre el miedo y el pecado; todos necesitamos saber que Cristo venció a Satanás, el jefe de los demonios, que siempre trata de hacernos perder toda esperanza, como Judas, o huir de la cruz, como Pedro. Solamente la gracia divina puede darnos fuerzas para aceptar nuestras limitaciones y convencernos de que necesitamos el amor y la misericordia de nuestro Salvador.
El testimonio del discípulo amado demuestra que el hecho de experimentar el amor de Dios habilita al creyente no solo para perseverar en la fe, sino también para soportar cualquier responsabilidad o adversidad. Comentando sobre el poder del amor de Dios, San Agustín dijo: “El amor renueva a las personas. Así como el deseo pecaminoso las envejece, el amor las rejuvenece. Enredado en los impulsos de sus deseos, el salmista se lamenta diciendo ‘Me he puesto viejo rodeado por mis enemigos’. El amor, en cambio, es la señal de nuestra renovación.” (Sermón 350, 21). Esta es una renovación que todos podemos empezar a recibir hoy mismo.
“Jesús, Señor mío, perdóname por mis faltas, y ayúdame a confiar siempre en tu gran amor y tu misericordia.”
Isaías 49, 1-6
Salmo 71 (70), 1-6. 15. 17
fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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