¿Nos
acercamos juntos
a la PALABRA DE DIOS?
+ Lectura del santo evangelio según
san
Mateo (23,27-32):
En
aquel tiempo, habló Jesús diciendo: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos
hipócritas, que os parecéis a los sepulcros encalados! Por fuera tienen buena
apariencia, pero por dentro están llenos de huesos y podredumbre; lo mismo
vosotros: por fuera parecéis justos, pero por dentro estáis repletos de
hipocresía y crímenes. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que
edificáis sepulcros a los profetas y ornamentáis los mausoleos de los justos,
diciendo: "Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres, no habríamos
sido cómplices suyos en el asesinato de los profetas"! Con esto
atestiguáis en contra vuestra, que sois hijos de los que asesinaron a los
profetas. ¡Colmad también vosotros la medida de vuestros padres!»
Palabra del Señor
Queridos
amigos:
«¡Qué buen
aspecto y color tienes!» –decimos a un conocido–. «No me quejo del aspecto,
sino del mal que llevo dentro» –responde–. A veces las apariencias engañan y
hay enfermedades traidoras que no se delatan. Otro ejemplo: actualmente, está
muy de moda la tanatopraxia: consiste en embellecer el cadáver, devolverle el
aspecto natural, dar la impresión de que está vivo. Hay cursos de maquillaje
que adiestran en esa operación. Claro, no se le devuelve la vida, sino solo,
fugazmente, el buen aspecto; no es una victoria sobre la muerte, sino sobre su
apariencia.
Nos gusta
que los demás tengan una buena imagen de nosotros y piensen que somos gente
honrada, personas fiables, profesionales competentes y esmerados, compañía
grata. La buena imagen y la buena fama son un bien, aunque no un bien absoluto.
Pero ¿de qué
le sirve al cadáver su envidiable aspecto? ¿De qué valen las apariencias o la
buena impresión que podamos dar ante los demás? San Pablo quería que se le
tuviera por ministro de Cristo, porque esta apreciación era correcta y
contribuía a la difusión del evangelio. Pero añadía: «En cuanto a mí, bien poco
me importa el ser juzgado por vosotros o por cualquier tribunal humano; ni
siquiera yo mismo me juzgo. Mi conciencia no me reprocha nada, pero no por eso
me considero inocente. El que me juzga es el Señor» (1Cor 4,4). Al margen de la
opinión que se forjen los otros sobre uno, lo decisivo es ese juicio del Señor.
Ante él no valen la simulación ni el disimulo; solo nuestra verdad. Si somos
esclavos de la imagen que los demás se hagan de nosotros e incluso recurrimos a
la simulación, corremos el riesgo de perder el sentido de la verdad.
Pablo Largo
Fuente: Portal
Ciudad Redonda
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