Imitemos, pues, a los magos. Pero también apartémonos con cuidado de las costumbres de los bárbaros, para que podamos ver a Cristo. Porque aún los bárbaros, si no se hubieran alejado mucho de su región, no habrían podido ver a Cristo. Apartémonos de los negocios terrenos. Los magos, estando en Persia veían la estrella; pero salidos de Persia contemplaron al Sol de Justicia. Más aún: ni siquiera habían de continuar viendo la estrella si no salían con ánimo pronto de su país. ¡Ea, pues! También nosotros levantémonos aunque todos se conturben y corramos a la casa del Niño.San Juan Crisóstomo (c. 345-407), presbítero en Antioquía, después obispo de Constantinopla, doctor de la Iglesia
“Y habiendo entrado en la casa, vieron al Niño con María, su madre, y de hinojos lo adoraron; y habiendo abierto sus tesoros, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra.” Y ¿qué fue lo que a los magos indujo a que lo adoraran? Porque ni la Virgen tenía resplandor especial, ni la casa era magnífico palacio, ni había cosa alguna que pudiera excitarlos o invitarlos. Y sin embargo, no sólo lo adoran, sino que abren sus arcas y le ofrecen dones, y dones no propios para hombres, sino para Dios. El incienso y la mirra de modo especial simbolizan ser Dios aquel Niño. ¿Qué fue lo que los persuadió? Lo mismo que los excitó para abandonar su casa y emprender el camino: es a saber la estrella y la interior inspiración que Dios les comunicó. Esta los llevó poco a poco hasta un más perfecto conocimiento. Si no hubiera sido por eso, jamás le habrían rendido honor tan grande, cuando todo lo que ahí había no tenía valor. Y nada de lo que los sentidos perciben había ahí grande, sino establo, tugurio, una madre pobre: para que adviertas la excelente virtud de los magos y veas claramente que ellos no visitaron al Niño como a puro hombre, sino como a su Dios bienhechor.
Homilías sobre San Mateo, 7-8
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