La verdadera conversión presupone un cambio de vida y la adopción de nuevos hábitos y nuevos sentimientos, porque el fruto se produce cuando el creyente está injertado en Cristo. Y la buena vid siempre da buen fruto, pero el solo deseo de ser fructífero no basta necesariamente para producirlo. Con frecuencia queremos dar buen fruto, pero con nuestras acciones seguimos diciéndole “no” a Cristo, sin darnos cuenta de que el elemento esencial para dar fruto es precisamente la unión con él: “Yo soy la vid, y ustedes son las ramas. El que permanece unido a mí y yo unido a él, da mucho fruto; pues sin mí no pueden ustedes hacer nada” (Juan 15 ,5).
Toda la creación es testigo de la superabundante vida de Dios que se expresa en el fruto: los capullos se hacen flores; los árboles producen frutas, los animales tienen cachorros. Nada de esto sucede sin la acción de Dios, ni sólo porque uno lo desee. La naturaleza es un testimonio tangible de la necesidad de mantenerse unida a Cristo y cooperar con él para su mayor gloria.
Sólo los seres humanos tenemos la capacidad de decidir libremente si queremos dar un fruto bueno o malo; ser cauces de la vida de Dios, o de la muerte y la corrupción. La opción suprema es de tipo personal, pero tan grande es el deseo del Padre de que seamos ramas de su vid, que envió a su Hijo unigénito a redimirnos. Jesús está ahora sentado a la derecha del trono de Dios, intercediendo por nosotros. Él nos da la gracia para optar por la vida y nos dice: “La gloria de mi Padre consiste en que den mucho fruto y se manifiesten así como discípulos míos” (Juan 15, 8).
“Dios, Padre mío, gracias por darme todo lo que necesito en la persona de tu Hijo Jesucristo. Concédeme la gracia de dar buen fruto para tu Reino, te lo ruego Señor.”2 Reyes 22, 8-13; 23, 1-3
Salmo 119(118), 33-37. 40
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