Durante la tormenta desatada en el mar, los discípulos vieron que Jesús tenía dominio sobre la creación misma. No es extraño, pues, que se preguntaran ¿quién es este hombre? Los discípulos estuvieron casi tres años preguntándose lo mismo, y ni siquiera ellos lo entendieron realmente hasta el día de Pentecostés, cuando San Pedro explicó que Dios había constituido “Señor y Mesías” a este mismo Jesús (Hechos 2, 36).
¿Quién es Cristo para ti? Cuando miras al cielo o piensas en el misterio del alma, ¿reconoces que todo fue creado por Dios y para él; que Dios mismo se hizo hombre para salvarte a ti? Medita en las experiencias de Dios que has tenido en la vida, quizá durante una buena confesión, al recibir la Comunión, durante una oración profunda, leyendo la Sagrada Escritura, observando el firmamento o sirviendo o ayudando a otra persona.
Cuando experimentamos cosas maravillosas como la hermosura de la naturaleza, claros actos de bondad humana, una protección milagrosa o una curación física o emocional, o bien la gracia de poder soportar pruebas difíciles, vemos claramente que no hay alma alguna que quede sin ser tocada por el amor de Dios. Es posible que no hayamos tenido las experiencias directas que tuvieron los apóstoles o los santos, pero Dios ha actuado en nuestro ser para hacernos pensar por qué se ha molestado tanto el Señor para salvarnos hasta llegar incluso a morir en la cruz.
¿Quién es Cristo? Podemos adentrarnos en las profundidades de esta pregunta durante toda la vida y no llegar jamás a una respuesta completa, porque el Señor es infinito. Su justicia, su poder y su misericordia permanecen por toda la eternidad. Dios se deleita en revelarnos a Jesús cada vez más a medida que nos disponemos a percibir su presencia en la oración y obedecer sus mandatos. Se deleita en mostrarnos que Cristo es capaz de saciar el hambre o sed del corazón humano. Es cierto que jamás llegaremos a entender completamente la identidad del Señor, pero tenemos la promesa de que el Espíritu Santo está siempre dispuesto a enseñarnos algo más del misterio de Jesús y llenarnos de su gran amor.
“Padre eterno, te damos infinitas gracias por enviarnos a tu Hijo al mundo a salvarnos del mal y de la muerte. Confío en que Jesús me lleve a tu Reino celestial. Concédeme, Señor, la gracia de seguirlo más fielmente cada día.”
Amós 3, 1-8; 4, 11-12
Salmo 5, 4-8
fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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