Ten confianza, hijo. Se te perdonan tus pecados. (Mateo 9, 2)
Cuando Jesús empezó a predicar en su propio pueblo, los escribas vieron que este sencillo hijo de carpintero realizaba milagros y perdonaba los pecados y se sintieron confundidos. ¿Quién era este hombre? ¿De qué medios se valía para curar a los enfermos? ¿Por qué creía que podía perdonar los pecados? Los escribas no lograban percibir la autoridad de Cristo porque lo veían nada más que como un “hijo de vecino” y por lo tanto lo que decía era una blasfemia.
La verdad es que Jesús es el eterno y unigénito Hijo de Dios, que tiene poder y autoridad absolutos sobre todas las cosas en la tierra y en el cielo y que vino a este mundo para salvar a la humanidad. Siendo el sacrificio perfecto que Dios entregó gratuitamente para redimirnos del pecado, la autoridad suprema de Cristo procede de su obediencia perfecta al plan del Padre y de su muerte en la cruz. En su Evangelio, San Mateo revela la divinidad de Cristo cuando curaba a los enfermos; su poder sobre las fuerzas de la naturaleza cuando calmó el mar embravecido y su autoridad espiritual cuando expulsaba a los demonios y perdonaba los pecados.
Hoy, al igual que antes, Jesús tiene plena autoridad sobre el pecado, la principal causa del dolor y la miseria humana. Sólo nos pide que creamos en él de todo corazón. Su muerte en la cruz le asestó un golpe fatal al pecado, por lo cual el mal ya no tiene por qué dominarnos: Jesús nos ha dado poder y autoridad para librarnos de las ataduras del pecado, de la inseguridad, la ira, la depresión y cualquier hábito desordenado.
Por eso, cuando invitamos a Cristo a hacer su morada en nuestro corazón, empezamos a compartir su propia naturaleza. Cada creyente bautizado puede ser instrumento de la gracia y el poder de Cristo. Naturalmente, no es que podamos “hacer” milagros, sino que si nos ponemos en manos del Señor, él puede usarnos como instrumentos de su gracia. De modo que, si somos fieles al Señor, ya no somos nosotros los que vivimos, sino Cristo que vive en nosotros (v. Gálatas 2, 20).
“Señor Jesús, me pongo en tus santas manos sin reserva alguna, porque quiero ser instrumento tuyo para la edificación de tu Reino en la tierra. Te alabo y te glorifico, Señor, porque sólo tú puedes librarme del pecado.”
Amós 7, 10-17
Salmo 19(18), 8-11
Salmo 19(18), 8-11
No hay comentarios:
Publicar un comentario