Hoy día, en que la Iglesia celebra al mártir romano San Lorenzo, se nos recuerda que “existe un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios” (San Juan Pablo II).
La ley moral es santa e inviolable. Esta afirmación, ciertamente, contrasta con el ambiente relativista que impera en nuestros días, donde con facilidad uno adapta las exigencias éticas a su personal comodidad o a sus propias debilidades. No encontraremos a nadie que nos diga: “Yo soy inmoral”; Yo soy inconsciente”; “Yo soy una persona sin verdad.” Cualquiera que dijera eso se descalificaría a sí mismo.
Pero la pregunta definitiva sería: ¿De qué moral, de qué conciencia y de qué verdad estamos hablando? Es evidente que la paz y la sana convivencia sociales no pueden basarse en una “moral a la carta”, donde cada uno tira por donde le parece, sin tener en cuenta las inclinaciones y las aspiraciones que el Creador ha dispuesto para nuestra naturaleza. Esta “moral”, lejos de conducirnos por “caminos seguros” hacia las “verdes praderas” que el Buen Pastor desea para nosotros (Salmo 23(22), 1-3), nos abocaría irremediablemente a las arenas movedizas del “relativismo moral”, donde absolutamente todo está sujeto a negociación y se puede justificar.
Los mártires son testimonios inapelables de la santidad de la ley moral: hay exigencias de amor básicas que no admiten nunca excepciones ni adaptaciones. De hecho, “en la Nueva Alianza se encuentran numerosos testimonios de seguidores de Cristo que… aceptaron las persecuciones y la muerte antes que hacer el gesto idolátrico de quemar incienso ante la estatua del emperador” (San Juan Pablo II).
En la Roma del emperador Valeriano, el diácono “San Lorenzo amó a Cristo en la vida, e imitó a Cristo en la muerte” (San Agustín). La memoria de San Lorenzo, afortunadamente para nosotros, quedará perpetuamente como señal de que el seguimiento de Cristo merece dar la vida, antes que admitir frívolas interpretaciones de su camino.
“Señor, líbrame de condescender con las corrientes del mundo, y concédeme fortaleza para no dejar nunca de seguir tus pasos y defender tu nombre.”
2 Corintios 9, 6-10
Salmo 112(111), 1-2. 5-9
Fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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