lunes, 1 de agosto de 2016

Meditación: Mateo 14, 13-21



El llamado del Señor nos llega poco a poco, incluso cuando menos lo esperamos. Nos llama poniéndonos ciertas inquietudes en el corazón, o esperando a que las pequeñas molestias de la vida se acumulen hasta que empezamos a preguntarnos por qué nos suceden las cosas y dónde está Dios.

Gradualmente vamos adoptando una perspectiva eterna, sin siquiera percatarnos de que Dios es quien nos hace pensar así porque desea transformarnos, y poco a poco vamos respondiendo como nunca antes lo habríamos hecho: yendo a Misa en la semana, leyendo la Biblia o algún libro de meditaciones, dando gracias por la comida y el trabajo. Esta es la forma en que solemos comenzar a caminar con Jesús; no porque simplemente se nos ocurra, sino por el gran amor y la misericordia que Dios nos tiene.

¿Qué cosa hay que pueda separarnos del amor de Dios? ¡Ninguna! Durante toda la vida él nos está llamando, a veces con susurros, a veces a grandes voces, porque anhela hacernos partícipes de su vida. Tanto nos ama que no se limita a mantener nuestra vida, sino que está siempre trabajando para que cada vez seamos hijos e hijas más perfectos, llenos del poder del Espíritu Santo y unidos como un solo cuerpo bajo Cristo, cabeza de la Iglesia.

Este amor inagotable y siempre dinámico es lo que Jesús demostró cuando dio milagrosamente de comer a cinco mil personas. Los discípulos le sugirieron que despidiera a la gente, pero Jesús deseaba seguir enseñándoles y demostrándoles amor. Su generosidad y su ternura superan con creces todo lo que podamos imaginarnos, y da gratuitamente a todo el que acuda a su lado. Después de todo, ¿cómo podríamos retribuirle por una vida entera de abundante gracia y amor? ¿Con el equivalente de unos pocos panes y pescados?

Sólo basta pedir para obtener esta gracia infinita. Acerquémonos con humildad a la mesa del Señor para recibir el pan de vida y pidámosle a Jesús todo lo que él quiera darnos. La generosidad de Dios no conoce límites y está siempre en acción. Por eso, no permitas que nada te impida llegar junto al Señor: ni resentimientos, ni iras, ni amarguras ni pecados habituales.

“Padre eterno, concédenos que tu gracia nos sane y nos moldee como tú quieras, para que seamos hijos e hijas auténticos que reflejen tu amor en todo lo que dicen y hacen.”

Jeremías 28, 1-17
Salmo 119(118), 29. 43. 79-80.95. 102
fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros

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