Mientras los ángeles, en su asombro, no se atrevían a preguntar nada, se oyó la voz de Dios: “¡Que exista la luz!” (Gn 1,3). Y separó la luz de las tinieblas… Esto fue el domingo, el primero de los días, el primer nacido entre sus hermanos, el día cargado de misterios y de símbolos. Dios había creado dos mellizos que no se parecían en nada: la noche enteramente oscura, y el día lleno de claridad. La noche era la mayor, pero el día alejó a la noche y ocupo su sitio.
Este primer día, este fundamento de la creación, no transcurrió hora tras hora; la luz no salió al Oriente para apagarse en Occidente… No sufrió ningún cambio, pero fue, según está escrito: “Y la luz existió”. Es así que nació un día, formado de noche y de luz; se sucedieron la noche y la mañana… Entonces Dios retiró al primer día y llamó al segundo. Colocó las noches y las mañanas sobre sus goznes para que pudiera rodar la gran puerta, la cual cada día se abre y se cierra.
Hexamerón: Homilías para el primero y segundo día
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