Evangelio según San Juan 3,16-21.
Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.» El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios.
RESONAR DE LA PALABRA
Tanto amó Dios al mundo
La nueva vida de la resurrección a la que nos incorporamos por el bautismo no es sino una vida centrada en el amor. Y es que la salvación que consiste en la plena comunión con Dios y, en Él, con los demás, no puede entenderse más que como amor: ser amado y amar. Pero, ¿qué es el amor? Palabra usada, abusada, gastada y, tantas veces, prostituida, suele identificarse con un mero sentimiento voluble, rosa, romántico que, como viene, se va. Pero el amor es mucho más que sentimiento: abarca la entera realidad personal, todas sus dimensiones. Y no puede ser de otra manera, porque el Dios en el que creemos, un Dios personal, habitado por relaciones personales, es amor. Así pues, el amor, sí, siente, pero también conoce y comprende, y, además, quiere, decide, pasa a la acción.
Podemos experimentar en nosotros mismos en qué consiste el verdadero amor. El amor es una voluntad, una decisión, una entrega que comporta renuncias y sufrimientos. No se ama de verdad a otra persona si no se está dispuesto de algún modo a sufrir por ella. De hecho, ¿quién nos hace sufrir más, sino aquellos a los que más amamos? Nos puede parecer que esto es así en nosotros, que somos limitados y débiles, pero no en el caso de Dios, que es omnipotente, de modo que a Él amar no le cuesta nada (le sale gratis, por decirlo así). Es verdad que el amor, por ser lo más valioso, es un don gratuito, que no se puede comprar: “si alguien quisiera comprar el amor con todas las riquezas de su casa, se haría despreciable” (Ct. 8, 7). Pero gratis no significa barato. Jesús nos lo recuerda hoy: el inmenso amor de Dios al mundo, un amor extremo y exagerado, le ha costado el desgarro de la entrega de su Hijo, una entrega total y dolorosa, hasta la muerte. No le ha salido gratis a Dios amarnos “tanto”, hasta el extremo: “Os rescataron… no con oro y plata, sino a precio de la sangre de Cristo” (1 P 1, 18).
Cuántas veces el amor fracasa porque somos avaros y cicateros y no estamos dispuestos a pagar su precio. En tal caso, vence el egoísmo, que nos exilia de la salvación porque nos exilia del amor. No es Dios el que nos juzga ni nos condena, sino que nosotros mismos nos condenamos por no creer en el amor.
En la Resurrección, por el contrario, descubrimos un amor verdadero, que triunfa sobre el egoísmo, porque se ha entregado del todo, asumiendo el precio que esa entrega comporta. Vivir en este mundo en el ámbito de la resurrección por el bautismo significa vivir creyendo que ese precio merece la pena (aunque pena haya y, a veces, no poca), que no es una pérdida, sino una ganancia y que, pese a todas las apariencias, el amor vence.
Y esto se expresa también en el testimonio de fe, en el testimonio público de la resurrección. Como vemos en la primera lectura, también aquí hay que estar dispuesto pagar el precio de la persecución, pero sabiendo que no hay persecución que pueda acallar la Palabra, porque no es posible encerrar en una mazmorra el amor con el que tanto amó Dios al mundo.
Saludos cordiales,
José M. Vegas cmf
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