Lucas 9, 22
Habiendo relatado las obras de Jesús en Galilea, San Lucas se concentra en el sufrimiento y rechazo que esperaban a Jesús en Jerusalén. Cuando el Señor preguntó a los discípulos quién decía la gente que era él, ellos dijeron lo que habían oído de la multitud. Entonces, Jesús les preguntó: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” No bastaba saber lo que decían los demás; ellos mismos tenían que decir quién era él para ellos.
Pedro, respondiendo por todos, dijo que Jesús era el Cristo, “el Mesías de Dios.” Aunque la respuesta de Pedro fue claramente correcta, Jesús les encomendó guardar silencio. En el Antiguo Testamento, el Mesías debía salvar al pueblo de Dios de sus enemigos y restituir su heredad. Jesús era el Mesías prometido y enviado por Dios para liberar a todos de sus enemigos, para hablar y realizar obras con la autoridad de Dios y hacer sentir su presencia en medio del pueblo. Pero mientras los discípulos no entendieran el sufrimiento y la muerte de Jesús, no estarían en condiciones de hablar acerca de él.
De modo que, en lugar de darse a conocer como Mesías, Jesús prefirió usar el enigmático título de “Hijo del hombre”. En el Antiguo Testamento, este título fue usado tanto para hacer resaltar la condición humilde del ser humano (Salmo 11, 4), como para referirse, en los escritos apocalípticos, a Aquel que se identificaría perfectamente con Dios, es decir, uno investido de gloria y poder celestial y digno de ser venerado (Daniel 7, 13-14). Usando este título, Jesús daba a conocer su propia naturaleza divina y rechazaba al mismo tiempo la idea del poder pasajero y la gloria mundana que la gente le atribuía al título de “Mesías”.
Jesús sabía que tenía que aceptar la cruz y que su gloria provendría de su propia sumisión incondicional a la voluntad de su Padre. Nosotros, los discípulos de Cristo, también necesitamos esta perspectiva celestial y reconocer que el Reino de Dios quedó establecido gracias al sacrificio de la cruz. Querido lector, nosotros también debemos aceptar la cruz como él lo hizo, dejando que ella dé muerte a nuestros deseos egoístas para que podamos hacer la voluntad de Dios.
“Espíritu Santo, enséñame a conocer íntimamente a Jesús, mi Señor y Salvador. Abre mi entendimiento para llegar a comprender el verdadero significado de la cruz, y ayúdame a aceptarla de todo corazón.”
Eclesiastés 3, 1-11
Salmo 144(143), 1-4
fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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