Dijo el Señor: «¿Con quién puedo comparar a los hombres de esta generación? ¿A quién se parecen?Se parecen a esos muchachos que están sentados en la plaza y se dicen entre ellos: '¡Les tocamos la flauta, y ustedes no bailaron! ¡Entonamos cantos fúnebres, y no lloraron!'.Porque llegó Juan el Bautista, que no come pan ni bebe vino, y ustedes dicen: '¡Ha perdido la cabeza!'.Llegó el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: '¡Es un glotón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores!'.Pero la Sabiduría ha sido reconocida como justa por todos sus hijos.»
RESONAR DE LA PALABRA
Siempre tenemos una buena razón para disculparnos. Siempre encontramos el modo de justificarnos para seguir haciendo lo que nos gusta hacer, para no movernos de donde estamos o para no responder a las urgencias que nos impone el dolor y el sufrimiento de los hermanos.
Jesús lo dice, hasta con una cierta gracia, en el Evangelio de este día. Ve que sus contemporáneos no le escuchan ni le hacen caso. Prefieren mirar para otro lado. Ni danzan ni lloran. Ni escucharon a Juan Bautista ni al Hijo del hombre. Para todo encontraron razones que dejaron tranquilas sus conciencias. Su vida podía seguir tranquila. Juan el Bautista era un radical extremo. Eso, ya se sabe, no es bueno. Por el contrario, Jesús estaba con la gente, se acercaba a todos. Y claro, ya se sabe que un hombre de Dios debe mantener una cierta distancia con la gente, sobre todo con los pecadores, para poder ser creíble.
El problema es que el mensaje cristiano, en su sencillez, es radical. Absolutamente radical. Si alguno no se lo cree, puede volver atrás y leer la primera lectura. Pablo explica cuál es el carisma mejor. Habla del amor. Dice que lo demás son tonterías. Lo que vale es el amor. Sin amor todo lo demás es inútil, pérdida de tiempo. Y el amor es entrega total. Supone una preocupación constante y eficaz por el bienestar del otro. No es impuesto. No puede ser obligado por ley. Brota de dentro, de la comprensión profunda de que somos hermanos y hermanas, hijos todos de Dios, miembros de la única familia. Cuando nos damos cuenta de que el otro es siempre carne de mi carne, nace el amor, la verdadera preocupación. La vida del otro es la mía. Su libertad es la mía. Su bienestar y felicidad son míos. Si él no es libre, si no está bien, si no es feliz, yo no puedo ser libre ni estar bien ni ser feliz.
Por eso, cuando escuchamos palabras de este estilo tan radical como las de Pablo, preferimos hacer como aquellos contemporáneos de Jesús: miramos para otro lado y nos decimos a nosotros mismos alguna frase que tranquilice nuestras conciencias y nos deje seguir viviendo como antes, con nuestra pequeños odios y rencores, con nuestros egoísmos, con nuestras soledades. Y nos alejamos sin comprender que lo que Jesús nos ofrece es la única posibilidad de vivir una vida verdaderamente plena.
CR
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