Dios lo hace todo, actúa en cualquier circunstancia y obra todas nuestras transformaciones interiores. Pero solo si le esperamos en el recogimiento y el silencio.
Es en el silencio y no en el tumulto ni en el ruido, cuando Dios penetra en las profundidades más íntimas de nuestro ser. En Quiero ver a Dios, el padre Marie-Eugéne escribía elocuentemente: “Nos sorprende esta ley divina. ¡Va tan en contra de nuestra experiencia de las leyes naturales del mundo! Aquí, en la tierra, toda transformación profunda, todo cambio exterior produce cierta agitación y se hace en el bullicio. El río no podría alcanzar el océano, que es su meta, más que por el movimiento de sus aguas, que se dirigen a él rumorosas”.
Si nos fijamos en las grandes obras, en las acciones más poderosas, en las transformaciones interiores más extraordinarias y espléndidas que Dios obra en el hombre, no cabe sino constatar que trabaja en silencio. El bautismo obra una maravillosa creación en el alma del niño o del adulto que recibe este sacramento en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Al nuevo bautizado se le sumerge dentro del nombre de la Trinidad, se le inserta en el Dios Trinitario. Se le concede una nueva vida que le permite llevar a cabo los actos divinos de los hijos de Dios. Nosotros escuchamos las palabras del sacerdote: Yo te bautizo…, vemos correr el agua por la cabeza del niño; pero de esa inmersión en la vida íntima de la Trinidad, de la gracia y de la creación que requiere nada menos que la acción personal y omnipotente de Dios, no hemos visto nada. Dios ha pronunciado su Verbo en el alma en silencio. En esa misma oscuridad silenciosa suelen acontecer los sucesivos desarrollos de la gracia.
Card. Sarah – “La fuerza del silencio” # 08
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