Si el silencio no la precede, la palabra corre el serio peligro de ser más bien un parloteo inútil. “En la serenidad y la confianza estará vuestra fuerza”, dice Isaías (Is 30,15). El profeta reprocha al pueblo de Israel su activismo idólatra, su efervescente pasión política, hecha de alianzas de intereses o de estrategia militar, unas veces con Egipto, otras con Asiria. El pueblo de Israel ya no confía en Dios. Isaías llama a la conversión, a la calma y la serenidad. El silencio actúa en connivencia con la fe en Dios. Hay que dejar de lado el nerviosismo y las falsas excusas y arrojarse silenciosamente en brazos de Dios. La esperanza y la fuera del hombre residen en su silenciosa apuesta por Dios. Pero los hombres de la antigüedad no escucharon a Isaías. Para huir a Egipto confiaron en los carros, los caballos y el poder militar egipcio. Fue una estrepitosa locura que condujo al caos. El pueblo elegido tendría que haber puesto su vida solamente en manos de Dios y guardar silencio. Nuestro porvenir está en sus manos, y no en la ruidosa locura de las negociaciones humanas, por útiles que puedan parecer. También hoy nuestras estrategias pastorales sin exigencias, sin una llamada a la conversión, sin un regreso radical a Dios, son camino que conducen a la nada; juegos políticos que no pueden llevarnos a Dios crucificado, nuestro verdadero Libertador.
El hombre moderno es capaz de todo tipo de ruidos, de guerras y de falsas declaraciones solemnes en medio de un caos infernal porque ha excluido a Dios de su vida, de sus combates y de su gigantesca ambición de transformar el mundo en su propio beneficio egoísta.
Card.
Sarah – “La fuerza del silencio” # 34
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