“No sabemos nada”
Sin embargo, hermanos, como a los hombres les parecía increíble la promesa de Dios de sacarlos de su condición mortal –de corrupción, bajeza, debilidad, polvo y ceniza– para asemejarlos a los ángeles, no sólo firmó una alianza con los hombres para incitarlos a creer, sino que también estableció un mediador como garante de su fidelidad; y no estableció como mediador a cualquier príncipe o a un ángel o arcángel, sino a su Hijo único. Y por él nos mostró el camino que nos conduciría hacia el fin prometido. Pero no bastó a Dios indicarnos el camino por medio de su Hijo: quiso que él mismo fuera el camino, para que, bajo su dirección, tú caminaras por él. (…)
¡Qué lejos estábamos de él! ¡Él tan alto y nosotros tan abajo! Estábamos enfermos, sin esperanza de curación. Un médico fue enviado, pero el enfermo no lo reconoció, “porque si lo hubieran conocido, no habrían crucificado al Señor de la gloria” (1Cor 2,8). Pero la muerte del médico fue el remedio del enfermo; el médico había venido a visitarlo y murió para curarlo. Hizo entender a los que creyeron en Él que era Dios y hombre: Dios que nos creó, hombre que nos recreó. Una cosa se veía en Él, otra estaba escondida. La que estaba escondida, ganaba en mucho sobre la que se veía. (…) El enfermo fue curado por lo que era visible, para llegar más tarde a ser capaz de ver plenamente. Esta visión última, Dios la difería escondiéndola, no la negaba.
San Agustín (354-430)
obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia
Comentario sobre los Salmos: Sal. 109, 1-3: CCL 40, 1601-1603 (Liturgia de las Horas I, CEA, Barcelona, Regina, 19834; 2º Miérc. Adviento)
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