¡Llamados para alabar a Dios!
Dios mío, ¡qué bueno es en llamarnos para alabarlo! ¡Nada más agradable que alabar al bien-amado! (…) ¡Alabemos a Dios!
Dios mismo nos da el precepto y el ejemplo. ¡Cuántos salmos son salmos de alabanza! “¡Qué todos los seres vivientes alaben al Señor!” (Sal 150,6), “¡Alaben al Señor todas las naciones, glorifíquenlo todos los pueblos!” (Sal 117(116),1)…Muchas veces el Señor proclama “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra…” (cf. Lc 10,21). Muchas veces le da nombres de alabanza: “Padre santo…Padre justo…” (c f. Jn 17,11.25). ¿Qué nos enseña a decir cuando nos enseña a rezar? “Padre nuestro que estás en el cielo, que tu nombre sea santificado” (Mt 6,9). Es decir, sea glorificado tanto por las palabras cómo por los pensamientos de todos los hombres. (…)
La alabanza además es una necesidad del amor. Si Dios no nos daba ni el precepto ni el ejemplo de alabarlo, sería para nosotros obligatorio hacerlo, sólo porque nos dice: “El primer mandamiento es amarme”. La admiración es parte fundamental de todo amor verdadero: es el fundamento, la causa. El motivo del verdadero amor es el bien, la perfección en el amado. Este bien, esta perfección, excitan la admiración y, poco distinta de ella, llega el amor. La alabanza es la expresión de la admiración y se encuentra (…) dónde se haya el amor verdadero.
Alabemos entonces a Dios. Interiormente, con la silenciosa alabanza de una amorosa contemplación. Exteriormente, con palabras de admiración que la admiración de sus perfecciones pondrá en nuestros labios.
Beato Carlos de Foucauld (1858-1916)
ermitaño y misionero en el Sahara
Salmo 46 (Méditations sur les psaumes, Nouvelle Cité, 2002), trad. sc©evangelizo.org
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