Evangelio según San Mateo 7,21.24-27
Jesús dijo a sus discípulos:"No son los que me dicen: 'Señor, Señor', los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo.Así, todo el que escucha las palabras que acabo de decir y las pone en práctica, puede compararse a un hombre sensato que edificó su casa sobre roca.Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa; pero esta no se derrumbó porque estaba construida sobre roca.Al contrario, el que escucha mis palabras y no las practica, puede compararse a un hombre insensato, que edificó su casa sobre arena.Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa: esta se derrumbó, y su ruina fue grande".
Queridos amigos y amigas:
Cuando Isaías describe al pueblo justo dice: “que observa la lealtad; su ánimo está firme y mantiene la paz, porque confía en Dios”. Sería bonito que nuestro mundo nos identificara también porque somos gente de ánimo firme, que no se viene abajo con cualquier contratiempo y que hacemos todo lo que está en nuestras manos para mantener la paz. A veces me pregunto si no es así porque nuestra confianza en el Señor, a pesar de todo, no es tan fuerte.
O en palabras del evangelio de hoy, se trataría de ser gente que no se queda en palabras bonitas (¡Señor, Señor!) sino que cumple la voluntad de Dios, que expresa su fe con gestos concretos, con hechos. En definitiva, que nuestra vida se va construyendo sobre roca y no sobre arena.
San Francisco Javier, a quien celebramos, como testigo de vida y ejemplo misionero, puede ser otra enorme ayuda para nosotros. Todo su proceso vital es el retrato de alguien que, ciertamente, se fio de Dios, construyó su casa sobre roca y por eso tuvo la libertad suficiente para ir cambiando el rumbo según soplaba el Espíritu en la vida de cada día. Sin estar preso en apariencias o en grandilocuentes hazañas. Su modo de morir lo expresa muy bien.
Al parecer, un 21 de noviembre, la fiebre comenzó a minar su salud. Tuvo que abandonar el barco en que se hallaba y un comerciante le condujo a una pobre cabaña de palos, donde fue debilitándose, hasta morir un 3 de diciembre. Tenía 46 años. Toda la pompa y reconocimiento a sus andanzas misioneras se tradujeron en un entierro con su amigo Antonio, un portugués y dos esclavos. ¿Qué más señales necesitamos para seguir confiando en quien realmente nos da la vida?, ¿qué más necesitamos para desconfiar de grandes fachadas y aparentes éxitos como garantía de fidelidad a Dios?
Nuestra hermana en la fe, Rosa Ruiz
fuente del comentario CIUDAD REDONDA
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