miércoles, 30 de agosto de 2017

Evangelio según San Mateo 13,44-46. 
Jesús dijo a la multitud: "El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró." 


RESONAR DE LA PALABRA

Ciudadredonda
Queridos amigos:
Este capítulo de Mateo resulta «chocante» para no pocos cristianos. No están muy habituados a ver a un Jesús «enfadado» y enfrentado tan directamente y con frases tan agresivas y directas con un cierto grupo de personas «religiosas» (fariseos y escribas). La verdad es que, desde un punto de vista religioso, eran intachables: cumplidores a la letra de las leyes vigentes. Pero ellos se habían encargado de subrayar lo que era importante en esa ley, quedándose, eso sí, «con la letra», y en muchísimos casos con aspectos secundarios A CAMBIO de olvidar aspectos esenciales. Esto es: preferían todas las leyes «religiosas» que a lo largo del tiempo se habían ido introduciendo en la religión judía (y que tenían, claro, su sentido), pero otras cosas que les resultaban incómodas, las habían dejado en segundo plano (la justicia, la defensa del débil, el reparto de los bienes, la ley del Jubileo y el Año Sabático...). Lo leíamos en el Evangelio de ayer.
Hoy Jesús se refiere a la incoherencia entre el exterior y el interior. A las apariencias. De esto sabe mucho nuestra sociedad actual, tan preocupada de que estemos «guapos» y tan despreocupada de que nuestros cimientos, valores y mundo interior sean sólidos y valiosos. El espejo se lleva muchas horas de contemplación (que se lo pregunten a cualquier adolescente o joven, cuando está naciendo su «yo», pero no sólo a ellos), pero qué poco tiempo dedicamos a contemplar en silencio la vida, lo que somos, lo que debiéramos llegar a ser... Pero también en la Iglesia esto es bastante mejorable. Uno se sorprende cuando escucha a ciertos eclesiásticos recién nombrados su «sorpresa por el «inesperado nombramiento» que acaba de recibir... cuando llevaba tiempo buscándolo y deseándolo. O cuando algunos personajes religiosos (incluso algún fundador) eran superintransigentes en asuntos morales con sus gentes, mientras tenían una manga ancha enorme para sí mismos.
Luego pasa Jesús hablar de los profetas, y les reprocha que parecen «guardianes de cementerios». Los profetas siempre han resultado muy incómodos, y no es nada sencillo discernir quién es un profeta y quién un «cantamañanas». Por una parte Israel los ha valorado siempre... a la vez que procura no hacerles caso y quitarles de en medio. Y esto, con mucha frecuencia, «en el nombre de Dios». El propio Jesús será uno de estos casos.
En nuestra Iglesia esta historia se ha repetido. Personajes carismáticos, teólogos que resultaron molestos, sospechosos, críticos con la Institución... terminaron en los altares o siendo maestros de referencia para los siglos posteriores (recuerdo por ejemplo a Francisco de Asís, Teresa de Jesús, Tomás de Aquino, pero también hay numerosos casos en nuestra propia época). Es tarea importante y delicada de nuestros Obispos velar porque la fe se transmita correctamente, cuidar el depósito de la fe. Y hay que agradecer que esta figura esté presente en nuestra Iglesia Católica (su ausencia en otras Iglesias cristianas ha sido a menudo fuente de confusión). Pero también tienen que poner mucho cuidado para no confundir su propia teología, sus ideas e ideologías, sus intereses personales... con la ortodoxia y el bien de la Iglesia. No deben olvidar nunca que fue, precisamente la autoridad religiosa la que, en el nombre de Dios y para velar por la ortodoxia, condenó a muerte al Hijo de Dios. No deben confundir nunca la ortodoxia con la uniformidad.
Y esto es muy difícil. De hecho no faltan quienes ven peligros por todas partes y tratan al pueblo de Dios como inmaduro, incapaz; quienes andan siempre con las prohibiciones, las condenas, los avisos, los silenciamiento, frenando las búsquedas de nuevos caminos, de nuevas interpretaciones... mientras siguen empeñados en mirar hacia atrás, tratando de resucitar lo que ya está muerto, pasado o trasnochado. Parece como si les gustara el «olor a muerto». El peligro de cualquier institución (también de nuestra Iglesia) es intentar perpetuarse a sí misma, mantener sus privilegios y logros, evitando adaptarse a las nuevas circunstancias y escuchar a la cultura y a las gentes a las que intenta, sinceramente, atender.
Ya digo: esto no es nada sencillo, y el Evangelio de hoy es una invitación a ver qué hacemos con los profetas, teólogos y santos de hoy. A estar atentos no sólo a nuestra historia, sino también a los signos de los tiempos. Oremos, pues, para que el Espíritu nos ayude a no vivir en clave de «cementerios», a no «eliminar» o silenciar a los profetas de hoy.

fuente del comentario CIUDAD REDONDA

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