viernes, 25 de agosto de 2017

Meditación: Mateo 22, 34-40


San Luis o San José de Calasanz, presbítero

Los seres humanos fuimos creados por un Dios amoroso, que quiso manifestarnos su ternura y hacernos partícipes de la vida eterna en la gloria del cielo. Nos creó a su imagen y semejanza, para que fuéramos capaces de recibir su amor y para que ese amor diera fruto en nosotros.

No hay poder más grande que el amor divino y, desde el comienzo, Dios quiso que su amor fuese la fuerza dominante en su Reino. El Altísimo rige todo lo creado con la ternura y la compasión de su amor eterno, y nos invita a todos, como personas y como comunidad, a adoptar el amor a Dios y al prójimo como principio de vida muy superior a todo lo demás. Porque en realidad estamos llamados a ser administradores de los bienes de Dios, unidos en el amor y ejerciendo su justicia.

Lamentablemente, el pecado trastornó la totalidad del orden creado y se desvirtuó el privilegio del amor. Hasta la palabra “amor” adoptó un significado distinto, para denotar un interés egoísta, sensual y la mezquindad de las intenciones del maligno. Sólo cuando Dios se revela —como lo ha hecho principalmente con la venida de Cristo— el amor recupera su dignidad correcta.

Sólo el Espíritu Santo que actúa en nuestro corazón nos purifica de los conceptos erróneos que tengamos del amor. Sólo por el Espíritu Santo podemos recibir el amor de Dios, que se nos ofrece libre e incondicionalmente y sólo por el Espíritu Santo podemos aprender a tratar a los demás con el mismo amor.

El amor de Dios es vivo y dinámico, capaz de transformar la vida y derribar los temores persistentes y las amarguras de la vida. Por la acción del Espíritu Santo, este amor llena nuestro corazón, y luego fluye hacia los demás dándonos fuerzas para ser bondadosos con el prójimo, con una confianza cada vez más grande en nuestro Padre celestial.

Toda vez que nos reunimos para celebrar la Sagrada Eucaristía, recordamos el primer y principal don del amor a Dios: la muerte y la resurrección de Jesucristo, nuestro Señor. Por el poder de la cruz, todo pecado ha quedado derrotado, y el amor divino llena el alma y el corazón de los fieles, hombres, mujeres y niños.
“Amado Salvador y Redentor, participamos de tu Cuerpo y de tu Sangre en la Sagrada Eucaristía con amor y devoción para que seamos capaces de amar con tu amor divino e incondicional.”
Rut 1, 1. 3-6. 14-16. 22
Salmo 146(145), 5-10

fuente: Devocionario católico la palabra con nosotros

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