Cada uno quiere ser “más” que los demás, someterlos, dominarlos. Cada uno quiere ser más rico que el otro; cada uno quiere recibir más honores, más privilegios, más atención que los demás.
Hermanos míos, hoy, más que nunca, el pecado del orgullo ha conseguido abarcar el mundo entero.
Cada uno quiere ser “más” que los demás, someterlos, dominarlos. Cada uno quiere ser más rico que el otro; cada uno quiere recibir más honores, más privilegios, más atención que los demás. Cada uno desea sentirse más inteligente que los demás. Cada uno se envanece de sus propias capacidades y aptitudes.
¿Quién induce al pobre a quitarles el pan a sus hijos, para comprarse un televisor y sentirse igual a los ricos? ¿Acaso no es el orgullo?
¿Quién incita a la mujer a trabajar años y años, no para comprarse lo que realmente necesita, sino para procurarse ropa de moda y costosos zapatos, que no sirven para alimentarse ni para librarse del frío?
¿Quién impele al pobre, ese que tiene la casa llena de niños, a esforzarse más, para comprarles toda clase de vestimentas lujosas, con tal de estar al nivel que pide el mundo? ¿No es el orgullo?
¿Quién persuade a algunas muchachas y a ciertas mujeres a untarse el rostro con polvos y maquillajes, además de pintarse las uñas, para parecer más jóvenes y bellas? ¿Acaso no se trata del orgullo y la vanidad?
¿Quién insta a los ignorantes a difamar a los verdaderamente sabios? ¿No es el orgullo? ¿De dónde provienen todas las riñas, ambiciones, lisonjas, conflictos, enfados y enemistades entre las personas? ¿Acaso no se trata del orgullo? Porque cada uno se cree mejor que el otro. ¿No es eso orgullo? Ahora bien, ¿hay quien se esfuerce en arrancar esa peste espiritual de su corazón?
Hermanos míos, por esta razón, la santa humildad es la más importante de todas las virtudes, porque sólo ella resguarda a las demás, y sin ella nada son. Aquel que es verdaderamente humilde de corazón, aún teniendo todas las virtudes, se considera a sí mismo un miserable, uno que carece de todo mérito ante Dios.
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