De los ejercicios espirituales del alma, capítulo 2 (Tomo II de la Vida de Perfección)
Dios, el huésped de nuestra alma
Escucha, oh alma, cuál es tu dignidad. Tan grande es tu simplicidad que nada puede habitar la morada de tu espíritu, nada puede hacerla su estancia, salvo la pureza y la simplicidad de la eterna Trinidad. Escucha las palabras de tu Esposo: «El Padre y yo vendremos y haremos morada en ella» (Jn 14:23), y también « baja pronto; conviene que hoy me quede yo en tu casa» (Lc.19:5). En efecto, solo Dios te ha creado puede descender en tu espíritu porque, como atestigua San Agustín, él pretende ser más interior que lo más íntimo de ti mismo.
Alégrate entonces, oh alma bienaventurada, de poder ser la anfitriona de tal visitante. «Oh alma bienaventurada, que cada día purificas tu corazón para recibir el Dios que la contiene, ese Dios cuyo huésped no necesita nada, pues posee en él mismo el Autor de todo bien».
Que feliz es el alma que en Dios encuentra su reposo, ya que puede afirmar: Quien me ha creado reposa en mi tienda. No podrá pues rehusar el reposo del cielo a aquella que le ofrece el reposo en esta vida.
Eres muy codiciosa, oh alma mía, si la presencia de un tal visitante no te basta. Para que lo sepas: él es tan generoso que te enriquecerá de sus dones. Dejar en la indigencia a su anfitriona, ¿no sería eso indigno de un monarca? Decora pues tu cámara nupcial y recibe a Cristo, tu rey, cuya presencia regocijara y transportará a toda tu familia.
Oh palabra tan asombrosa y tan admirable, el Rey cuyo sol y la luna admiran su esplendor, cuyo cielo y tierra reverencian su majestad, de quien la sabiduría ilumina las regiones de los espíritus celestiales, y cuya misericordia sacia la asamblea de todos los bienaventurados, ese Rey mismo te pide tu hospitalidad, él desea y codicia tu morada más que su palacio celestial pues su delicia es habitar con los hijos de los hombres.
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