Jesús fue perseguido y crucificado por ser testigo de la verdad y él mismo nos anunció que otro tanto sucedería con sus discípulos. Y así es. Basta con mirar a tantos hermanos que hoy mismo están pasando por lo que Cristo nos anunció: encarcelamientos, abusos, persecuciones e incluso la muerte, a veces en forma de masacres sólo por el “delito” de ser cristianos.
Todos estos casos ocurridos en nuestros propios días han manchado nuestro pueblo con la sangre de los mártires: “Todo el mundo los odiará por causa mía” dice el Señor. Odio, violencia, crueldad y otros abusos son los viles recursos de los que se vale el maligno para hacernos dudar del triunfo que ya nos ha merecido el Señor. Pero debemos mantenernos firmes en la fe y confiar en la protección de Cristo: “Manténganse firmes, para poder salvarse.” La recompensa no es en la tierra sino en el cielo; pero será una recompensa gloriosa.
Sólo el Señor puede darnos la gracia de mantenernos firmes en la fe ante las contrariedades de la vida. En primer lugar, hay que esperar plenamente en Dios, saber que la fuerza nos viene de él, confiar ciegamente en él y más bien desconfiar de nosotros mismos y de nuestras “capacidades”, que siempre son defectuosas e insuficientes.
Pobres de aquellos que esperan vivir sin dificultades, sin dolores ni sufrimientos. ¡Aún no hemos alcanzado el cielo! Pero, en medio de todo esto, tenemos que pedirle a Dios que derrame su gracia sobre nosotros, pues la supuesta “libertad” y la naturaleza humana vendida al pecado suelen jugarnos malas pasadas. El Señor está siempre esperando nuestra respuesta afirmativa: “Sí quiero, Señor”, una afirmación que debe ir acompañada del amor y el deseo de adquirir e imitar las virtudes de Cristo. Sólo él puede ser el agua que sacie nuestra sed, el bálsamo que cure nuestras heridas espirituales, la luz que ilumine nuestros pasos. Sólo él puede darnos “palabras llenas de sabiduría que no podrán contradecir nuestros adversarios.”
Quiera el Señor que, ante cada dificultad en el camino, veamos las huellas de sus pasos, que va por delante y que, como buen Maestro, ya ha experimentado en su persona todo lo que tengamos que padecer nosotros.
“Amado Señor, te ruego que me infundas tu poder para ser tu discípulo y oponerme a todo lo engañoso y pecaminoso que me ofrece el mundo.”
Daniel 5, 1-6. 13-14. 16-17. 23-28
(Salmo) Daniel 3, 62-67
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