sábado, 25 de noviembre de 2017

Meditación: Lucas 20, 27-40

Los saduceos no creían en la resurrección después de la muerte y afirmaban que la Ley de Moisés era la única fuente de autoridad.

Ellos, que eran más estrictos que los fariseos, se sintieron profundamente ofendidos por la interpretación aparentemente radical que daba Jesús a las Escrituras y por la aceptación que el Señor extendía a todo tipo de personas.

Cuando Cristo comenzó a enseñar en el atrio del templo, los saduceos enviaron a unos de su grupo a tratar de ponerle una trampa para desacreditarlo y contradecir su mensaje. La historia hipotética de la mujer casada varias veces, pero que había muerto sin dejar hijos, era el anzuelo con que pretendían sorprender al Señor. ¿Existía la resurrección de los muertos? Si la respuesta era afirmativa, ¿cómo, entonces, podía resolverse tan enigmática situación, según la ley de Moisés?

Jesús, dándose cuenta de la intención engañosa de la pregunta, les respondió con los propios conceptos de ellos, pero tratando de elevarles la mente al ámbito celestial. Primero, presentó un resumen de sus enseñanzas, siguiendo la tradición de los rabinos, y para fundamentar su tesis, citó la misma ley (Éxodo 3, 6), única autoridad aceptada por los saduceos.

Pero, aunque su respuesta se ajustaba a la tradición que ellos aceptaban, el contenido era radicalmente diferente, porque los justos no sólo resucitan a la vida, sino que llegan a ser “hijos de Dios, pues él los habrá resucitado”. El Padre no sólo da vida en la tierra, sino que sustenta e incluso transforma la vida más allá del sepulcro. Ahora que la muerte ha sido derrotada, los hijos de la resurrección no “podrán ya morir”; para él “todos viven” en una existencia totalmente nueva que trasciende la vida que conocemos en la tierra.

En efecto, todos los hijos de la resurrección podemos experimentar la misma vida de Jesús: libres de la muerte y vivos para Dios (Romanos 6, 5-11), a condición de que permanezcamos unidos a Jesús por la fe, hayamos sido bautizados en Cristo y recibamos los sacramentos. Así podemos vernos libres del pecado y de la muerte, y saborear los primeros frutos de la vida celestial que nos espera.
“Padre eterno, que por la muerte y la resurrección de tu Hijo nos has prometido darnos una vida nueva en tu presencia, fortalécenos, Señor, para ser fieles a ti, mientras esperamos la gloria y la alegría de la vida eterna.”
1 Macabeos 6, 1-13
Salmo 9, 2-4. 6. 16. 19

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