Los saduceos eran en su mayoría judíos acomodados y de clase alta, de gran prestigio e influencia en la población. Para ellos, la única fuente de autoridad religiosa era el Pentateuco —los cinco primeros libros de las Escrituras hebreas— de modo que rechazaban de plano la tradición rabínica, que aceptaba la posibilidad de la resurrección de los muertos.
Partiendo de esta base, el dilema de los saduceos respecto a la mujer que había contraído matrimonio y enviudado muchas veces era a la vez un caso de legalismo e incredulidad. Tomando un ejemplo de Deuteronomio 25, 5-10, pretendieron explicarlo de un modo que presentara como absurda la creencia en la resurrección, a fin de humillar a Cristo.
Pero Jesús aprovechó el ejemplo para dar a conocer la esperanza del Evangelio. Situándose en el mismo plano de los saduceos, les explicó que la resurrección está prefigurada en el Pentateuco, donde se alude también a la esperanza de la resurrección, porque es una esperanza basada en el carácter de Dios, que con su poder y su generosidad ha vencido la muerte y comunicado la vida divina a su pueblo.
Los saduceos creían que la única enseñanza fidedigna e irrefutable era la del Pentateuco y esto les hacía considerarse intelectual y espiritualmente superiores a los demás; pero esta actitud les impedía ver y reconocer que las acciones de Dios son infinitamente variadas y muchas veces inimaginables. Jesús percibía la arrogancia intelectual de los saduceos y su excesiva confianza en sí mismos, de modo que trató de hacerles ver que el Altísimo es demasiado sublime y su palabra demasiado sabia para que alguien pretenda entenderla por completo.
En realidad, durante todo su ministerio, el Señor demostró que la obra de Dios nos parece casi siempre novedosa e inesperada por la estrecha comprensión que tenemos de lo amplio, lo alto y lo profundo de su amor. La resurrección es nuestra mayor fuente de esperanza y gozo; sin embargo, los saduceos, que tenían un limitado entendimiento de Dios y del poder de su palabra, corrían el riesgo de verse privados de esta maravillosa promesa.
Padre celestial, tú eres el Dios de los vivos, que enviaste a tu Hijo único a rescatarnos de la muerte. Por tu gracia infinita, acércanos cada vez más a Jesús, tu Palabra poderosa, y continúa alimentándonos con la revelación de tu plan maravilloso.”
2 Timoteo 1, 1-3. 6-12
Salmo 123(122), 1-2
Salmo 123(122), 1-2
Fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros.
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