María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: "¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor". María dijo entonces: "Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador, porque el miró con bondad la pequeñez de tu servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz". Porque el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es santo! Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que lo temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías. Socorrió a Israel, su servidor, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y de su descendencia para siempre". María permaneció con Isabel unos tres meses y luego regresó a su casa.
RESONAR DE LA PALABRA
Fernando Torres cmf
Vamos a ponernos el traje de fiesta porque el día lo merece. Podríamos dar una larga explicación teológica del significado del dogma. Pero es mucho mejor centrarnos en el Evangelio que, de una forma muy sencilla nos habla de María más que muchos tratados teológicos de cientos de páginas.
El Evangelio nos sitúa en la visita que hace María a su prima Isabel, que está embarazada a pesar de sus muchos años. María también está embarazada. Las dos mujeres están sintiendo dentro de sí que la vida crece. Para las dos esa vida es un signo fuerte de esperanza, como lo son todos los niños. No es fácil explicarlo pero la presencia de un niño en una familia rompe siempre los esquemas. Es como un detonador que hace explotar la ternura que estaba escondida, demasiado escondida a veces, en lo profundo del corazón.
Recuerdo hace unos años en una familia cercana. Había nacido el primer hijo. Lo llevaron a que conociese –casi mejor que fuese conocido– a sus bisabuelos. El encuentro fue emotivo y lleno de lágrimas. Se juntaron la vida recién estrenada con unas vidas que estaban ya muy gastadas, las de los bisabuelos, ya en los noventa y con la enfermedad –y la muerte– acechando a la vuelta de la esquina. Fue un momento de recreación de la vida. De celebración profunda. De gozo incontenible. Imagino algo parecido para el encuentro de María e Isabel. Las dos embarazadas y llenas de vida y esperanza.
Ahí en ese contexto brota el cántico del Magnificat, que la Iglesia recita todos los días en la oración de la tarde. María se vuelve a Dios, el origen de la vida, de toda vida, y le alaba y le da gracias. Reconoce en la vida incipiente en su seno la presencia de la esperanza, de la vida, de Dios mismo. Esa vida nueva transformará el mundo. Y el origen de esa transformación, de esa revolución, está en el mismo Dios que prolonga el largo brazo de su creación en la vida que crece en ella, en ellas.
Si nuestro mundo se conforma como un lugar donde la esperanza es negada a los pobres, la presencia de ese niño en el seno de María representa todo lo contrario. Es el signo claro de la misericordia de Dios que toma de nuevo las riendas de su creación y la orienta hacia la justicia y la fraternidad. Las proezas que hace Dios son “dispersar a los soberbios de corazón, derribar del trono a los poderosos y enaltecer a los humildes; colmar de bienes a los hambrientos y despedir vacíos a los ricos.”
Dios no nos deja solos, no nos abandona. Esos niños que crecen en los senos de Isabel y María son el signo, el gran signo, de la misericordia que Dios nos prometió. Por eso, hoy es día de fiesta especial. Hoy celebramos la esperanza: Dios nunca nos deja de su mano.
Fuente del comentario Ciudad Redonda
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