miércoles, 5 de septiembre de 2018

Meditación: Lucas 4, 38-44

Imponiendo las manos sobre cada uno,
los fue curando de sus enfermedades. 
Lucas 4, 40


Jesús ofrece la salud a todos los presentes: la suegra de Simón, los enfermos y los posesos. En su gesto de ayuda se manifiesta la verdad de la presencia del Espíritu, que viene a transformar el mundo (Lucas 4, 18-21). Su poder no es destructivo, sino generador de una vida verdadera; su juicio no es condenatorio, sino ofrenda de misericordia que libra a todos los que han vivido oprimidos por las fuerzas del maligno. La presencia salvadora de Dios comienza a realizarse de una forma decidida sobre el mundo.

¿Cómo se relaciona Jesús con los poderes del mal? El hecho de que los demonios le conozcan significa que él actúa principalmente en el plano de la lucha espiritual, neutralizando todo lo que significa opresión y destrucción para el ser humano. Los demonios saben quién es Cristo y pretenden anular su obra, pero él no los deja hablar y los expulsa, en lo que se aprecia un principio común en los exorcismos: que es preciso luchar contra el mal sin detenerse a discutir sus pretensiones. Todos sabemos que el mal se puede revestir de una apariencia buena, a fin de engañar a quienes buscan soluciones en lugares erróneos. Pero Jesús no se detiene a dialogar; él sabe que todo lo que esclaviza y destruye al hombre es perverso y él lo vence.

Con todo, la obra liberadora de Jesús suscita una reacción egoísta entre algunos: quieren tratar de adueñarse del aspecto más visible de su trabajo y utilizarlo como un simple curandero. Por eso vienen a buscarlo. A veces nuestra relación con Jesús se mueve en ese plano: lo aceptamos simplemente en la medida en que nos ayuda a resolver nuestros problemas (tranquilidad emocional, orden en la familia, normas de conducta que consideramos provechosas) y no elevamos la mirada al plano celestial, para darnos cuenta de que todo lo que somos y tenemos se lo debemos a él.

Pero la respuesta de Jesús es clara: también hay que anunciar el Reino en otros pueblos, vale decir, no se va a quedar allí donde nosotros queremos tenerlo. Ciertamente, el Evangelio es un don inefable que enriquece la existencia humana; pero es un regalo que no se puede encajonar, es un regalo que nos abre sin cesar hacia el prójimo.
“Amado Señor Jesús, líbrame de todo mal y ayúdame a ser instrumento de reconciliación y misericordia para mis semejantes.”
1 Corintios 3, 1-9
Salmo 33(32), 12-15. 20-21
fuente Devocionario católico La Palabra con nosotros

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