Juan 8, 51
La amistad de Abraham con el Todopoderoso tenía varios elementos importantes: la fe, la alianza, la obediencia y el ofrecimiento de Isaac, una amistad que nos sirve de modelo. Lamentablemente, rara vez tenemos nosotros una amistad tan directa con Dios. Por lo general, desconfiamos del Señor, ignoramos sus promesas, nos distanciamos de él, le desobedecemos y no valoramos su don gratuito de la salvación. Pero Jesús, gracias a su crucifixión y su resurrección, nos dio la posibilidad de experimentar la misma relación que Abraham tuvo con Dios.
San Juan nos cuenta en su Evangelio que Cristo mismo se identificó con Dios Padre diciéndoles “Yo les aseguro que desde antes que naciera Abraham, Yo soy” (“Yo Soy” era el nombre de Dios en Éxodo 3,14), acción que sus oyentes judíos consideraron blasfema, del mismo calibre que la afirmación de divinidad que hacían los emperadores romanos. Por semejante crimen, se prepararon para apedrear a Jesús, pero el Señor se escapó y salió del templo. En cambio, los que reconocieron la voz de Dios en las palabras de Jesús, encontraron el camino a la salvación.
Era necesario que Abraham tuviese hijos para fundar un pueblo santo, y cuando Abraham tenía 100 años y su esposa Sara 90, Dios les dio milagrosamente a su hijo Isaac. Se dice que el nombre “Isaac” significa “risa”, porque el acontecimiento era tan milagroso que Sara no lo creyó al principio. También significa “alegría” porque Dios cumplía la promesa hecha a Abraham. Para nosotros, la promesa de Dios de formar un nuevo pueblo santo dependía de la venida y la obra del Mesías, nuestro Señor Jesucristo.
El nacimiento de Jesús cumplió la promesa de Dios de establecer un pueblo santo, que hoy llamamos la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, mediante el sacrificio del Hijo de Dios. Él es el “Yo Soy” que inicialmente llamó a Abraham y que nos llama a nosotros hoy, a abandonar el lugar donde vivimos (la vida del ego) y pasar a la tierra nueva (la vida en el Espíritu Santo). Pero somos nosotros los que decidimos aceptar este llamamiento y obedecer la voluntad de Dios, o rechazarlo negando la identidad del Señor y siguiendo nuestra propia voluntad.
“Señor Jesús, muéstranos al Padre. Te rogamos que siempre seamos capaces de reconocer tu presencia en nuestra vida y siempre seamos fieles a tu voluntad.”
Génesis 17, 3-9
Salmo 105(104), 4-9
fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros
No hay comentarios:
Publicar un comentario