La gente estaba admirada al ver que los mudos hablaban, los mancos quedaban sanos, los cojos andaban y lo ciegos podían ver. (Mateo 15, 31)
¿Qué pensaría usted si fuera siguiendo al capellán del hospital mientras éste fuera bendiciendo a los enfermos y los pacientes empezaran a salir de sus cuartos llenos de alegría y se pusieran a bailar y a declarar que habían sanado milagrosamente? Claro, usted se quedaría perplejo y daría gracias a Dios por actuar con tanto amor y poder a través del sacerdote. Bueno, eso es precisamente lo que ocurría dondequiera que iba Jesús. El gentío no solamente se admiraba del poder que demostraba Cristo, sino que los milagros y curaciones los llevaban a pensar en Dios.
Cada uno de los milagros de Jesús era una señal que apuntaba al Reino de Dios que él había venido a establecer. Cada milagro demostraba que él era el Mesías profetizado por Isaías: “Él… destruirá para siempre la muerte, y secará las lágrimas de los ojos de todos” (Isaías 25, 8). Cuando multiplicó los panes y los peces, Jesús dejó en claro que él es el que sacia el hambre con “un banquete con ricos manjares” (25, 6). Por esto, cuando la gente reconocía estas señales, se sentían movidos a glorificar al Dios de Israel.
Jesús ciertamente no era ningún hechicero ni mago que realizara hazañas asombrosas para hacer alarde de poderes sobrenaturales ni para deslumbrar a la gente. Sus obras revelaban la compasión de su Padre por todos los necesitados y afligidos; sanaba a los enfermos y daba de comer a los que pasaban hambre, porque los amaba y se sentía conmovido por su situación. A su vez, los que experimentaban el amor de Cristo se sentían movidos a reconocer y alabar a Dios. Jesús sigue hasta hoy haciendo milagros en favor de sus fieles, porque nos ama; y en todas las ocasiones en que nos toca con sus bendiciones, de él fluyen el deseo del Padre de estrecharnos en sus brazos y del poder del Espíritu Santo. Por eso, cuando nos disponemos a recibir sin reservas el amor de Dios y la fuerza del Espíritu, también podemos hacer cosas milagrosas. Y todo lo que hagamos servirá para que otros dirijan la atención al Padre, el único que puede llenarlos del amor y la salud que tanto buscan.
“Jesús, Dios y Señor mío, te doy gracias por los milagros que tú has hecho en mi vida.”
Isaías 25, 6-10
Salmo 23 (22), 1-6
fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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