«A doce les hizo sus compañeros para que fueran con él y enviarlos a predicar»
«Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4), es decir, al conocimiento de Cristo Jesús (cf Jn 14,6). Es preciso, pues, que Cristo sea anunciado a todos los pueblos y a todos los hombres y que así la Revelación llegue hasta los confines del mundo... «Cristo nuestro Señor, plenitud de la revelación, mandó a los apóstoles predicar a todos los hombres el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos: el Evangelio prometido por los profetas, que Él mismo cumplió y promulgó con su voz».
La transmisión del Evangelio, según el mandato del Señor, se hizo de dos maneras: oralmente: «los apóstoles, con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó»; y por escrito: «los mismos apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo».
«Para que este Evangelio se conservara siempre vivo y entero en la Iglesia, los apóstoles nombraron como sucesores a los obispos, 'dejándoles su cargo en el magisterio'». En efecto, «la predicación apostólica, expresada de un modo especial en los libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin de los tiempos». Esta transmisión viva, llevada a cabo en el Espíritu Santo es llamada la Tradición en cuanto distinta de la Sagrada Escritura, aunque estrechamente ligada a ella. Por ella «la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree». «Las palabras de los Santos Padres atestiguan la presencia viva de esta Tradición, cuyas riquezas van pasando a la práctica y a la vida de la Iglesia que cree y ora». Así, la comunicación que el Padre ha hecho de sí mismos por su Verbo en el Espíritu Santo sigue presente y activa en la Iglesia.
Referencias: Concilio Vaticano II: Dei Verbum, § 7
Catecismo de la Iglesia Católica
§ 74 – 79
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