“Señor, no soy digno de que entres en mi casa.”
Cuando tú dices: “Quiero ser feliz”, buscas algo bueno, pero no existe aquí… Cristo, viniendo de otra región, aquí no halló más que lo que abunda aquí: fatigas, dolores, muerte: ve lo que tienes aquí, lo que abunda aquí. Comió contigo de lo que abundaba tu mísera morada. Aquí bebió vinagre, aquí tuvo hiel. He aquí lo que encontró en tu morada.
Pero te invitó a su espléndida mesa, la mesa del cielo, la mesa de los ángeles, en la que él mismo es el pan. (Sl 77,25; Jn 6,34) Al descender y encontrar tales males en tu morada, no sólo no despreció tu mesa, sino que te prometió la suya… ¿Tomó tu mal y te dará su bien? Te lo dará ciertamente. Nos prometió su vida.
Pero más increíble es lo que ha hecho: nos envió por delante su muerte. Como diciendo: “Os invito a mi vida, donde nadie muere, donde la vida es en verdad feliz, donde el alimento no se estropea, donde repara fuerzas, pero no disminuye. Ved a dónde os invito a asistir: a la región de los ángeles, a la amistad con el Padre y el Espíritu Santo, a la cena eterna, a ser hermanos míos; para terminar, a mí mismo. Os invito a mi vida. ¿No queréis creer que os voy a dar mi vida? Recibid en prenda mi muerte”.
San Agustín (354-430)
obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia
Sermón 231
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