Pues caminan de la mano para llevarnos al camino seguro, sin peligrosas ilusiones: nada de contemplación en la ociosidad, nada de santidad sin trabajo, nada de presencia de Dios sin las humildes tareas comunes. Pero nada de Dios tampoco, si no habita en nuestro corazón un gran deseo, y sin una espera siempre aguzada, sin la oración en fin, siempre posible, siempre difícil, que es la única que abre la puerta de los deseos y de la espera, la única que puede « imprimir el evangelio en un corazón de hombre».
Loew, Jacques, La vida a la escucha de los grandes orantes, Narcea, Madrid, 1988, p. 228.
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