Traducción Benjamín Elcano
Lunes 20 de Enero del 2014
fuente: CIUDAD REDONDA
En su profundamente agudo libro “La violencia desvelada”, Gil Bailie nos lleva a través de una interesante sección de diarios del capitán James Cook, el afamado científico y explorador británico. Visitando la isla de Tahiti en 1777, un día Cook fue llevado por el jefe de una tribu local a presenciar un ritual en el que un hombre era sacrificado como ofrenda al dios Eatooa. El hombre estaba siendo sacrificado en la esperanza de que este particular dios concediera a la tribu alguna ayuda en una próxima guerra. Cook, aunque era amigo de la gente del lugar, no pudo disimular su rechazo por lo que él consideró una acción bárbara y supersticiosa. Más tarde, en una conversación con el jefe de la tribu, Cook le dijo, a través de un intérprete, que en Inglaterra, ellos ahorcarían a un hombre por hacer eso.
Cook vio como algo aborrecible la idea de matar a alguien por aplacar a Dios. No obstante, como esta historia aclara con profunda ironía, nosotros nunca hemos dejado de matar a gente en nombre de Dios; sólo hemos cambiado la nomenclatura. Ellos lo llamaban “sacrificio humano”; nosotros lo denominamos “pena capital”. En ambos casos, alguien muere porque sentimos que Dios necesita y quiere esta muerte por alguna razón divina.
Todos los pueblos, hasta hoy, han ejercido la violencia en nombre de Dios, creyendo que la violencia no sólo está justificada sino, de hecho, exigida por Dios. Dios -se arguye- nos necesita para llevar a cabo esta violencia en su nombre. Por esta razón, las antiguas culturas ofrecían con frecuencia sacrificios humanos. Durante la Edad Media, como Iglesia cristiana, tuvimos la Inquisición, creyendo que Dios quería que matásemos a la gente que estaba en error doctrinal. Hoy vemos una nueva forma de esto en algunos grupos islámicos extremistas que creen que Dios quiere la muerte de infieles de todas las clases por causa de la pureza religiosa.
Siempre hemos justificado matanzas y otras formas de violencia en nombre de Dios, señalando con frecuencia textos de la escritura que, aparentemente, muestran a Dios como ordenando violencia en su nombre. Pero, en esto, hemos estado equivocados. Al margen de algunos textos que, superficialmente, parecen indicar que Dios ordena violencia (pero que son en realidad arquetípicos y antropomórficos por naturaleza y no justifican esa interpretación) vemos, si leemos la Biblia de principio a fin, una revelación progresiva (o, al menos, una realización progresiva por nuestra parte) de la no-violencia de Dios, una revelación que acaba en Jesús, que revela a un Dios de no-violencia radical. Nuestra errónea idea del Dios del Antiguo Testamento que aparentemente ordena el exterminio de pueblos enteros es realmente primitiva y supersticiosa, ya que deja al lado el concepto de Padre de Jesús que envía a su Hijo al mundo como un indefenso infante y luego le deja morir indefenso ante una multitud que se mofa de Él. El Dios al que Jesús revela está desprovisto de toda violencia y pide que nosotros no ejerzamos más esa violencia en nombre de Dios.
Para ofrecer sólo un ejemplo: En el evangelio de Juan (8, 2-11), vemos la historia de una mujer que ha sido sorprendida en adulterio. Según cuenta Juan la historia, una multitud de gente piadosa la trae a Jesús y le dice que la han sorprendido en el preciso momento de cometer adulterio y que Moisés (su primer intérprete de la voluntad de Dios) ha ordenado que, por esta ofensa, ella tiene que morir. Jesús, por su parte, no dice nada, sino se agacha y empieza a escribir con su dedo en el suelo. Después, elevando la mirada, les dice:”El que de entre vosotros esté sin pecado tire la primera piedra”. De nuevo se agacha y escribe con su dedo por segunda vez. Increíblemente, ellos acogen el mensaje, sueltan sus piedras y desaparecen.
¿Qué ha sucedido aquí? La clave para la interpretación es el gesto de Jesús escribiendo con su dedo en el suelo. ¿Quién escribe con su dedo? ¿Quién escribe dos veces? Dios. Y lo que Dios escribe con su dedo y escribe dos veces es los Diez Mandamientos, y Él tuvo que escribirlos dos veces porque Moisés los había “roto” la primera vez. Bajando de la montaña, portando las tablas de los mandamientos, Moisés pilló al pueblo en el preciso momento de cometer idolatría; le invadió una fiebre de fervor religioso y moral, y rompió las tablas de piedra sobre el becerro de oro y sobre las cabezas de la gente. Moisés fue la primera persona en romper los Mandamientos, y los rompió físicamente, pensando que se necesitaba usar la violencia por causa de Dios. Después de haberlos roto, necesitaba subir a la montaña por segunda vez y tenerlos re-escritos por Dios; pero antes de re-escribirlos, Dios advirtió a Moisés severamente: “¡No apedrees al pueblo con los Mandamientos!” “¡No uses la violencia en mi nombre!” Los que habían querido apedrear a la mujer sorprendida en adulterio entendieron el gesto de Jesús. Su intérprete divino, Moisés, lo había equivocado.
Aun así, demasiado frecuentemente, todavía estamos en una realidad de formas, apedreando a gente con los Mandamientos, creyendo falsamente que Dios quiere esta violencia.
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