miércoles, 9 de marzo de 2016

Acercarse a Dios


El ayuno cambia el corazón y también puede cambiar el mundo


¿Te acuerdas de tu primera cita romántica?

Junto con el entusiasmo de conocer mejor a esta persona tan especial con quien te ibas a encontrar, quisiste que todo fuera perfecto: tu peinado, tu ropa, el lugar de reunión, lo que le dirías y lo que le preguntarías. Querías hacerlo todo bien para tratar de iniciar una amistad sincera con esta persona que te inspiraba tanta ilusión. Y no dejaste que nada te impidiera ese día llegar a la cita.

Algo así es como el Señor actúa. Lo que más quiere es establecer una amistad verdadera y profunda con cada uno de nosotros, y para eso quiere captar toda nuestra atención y utilizar todos los modos posibles para decirnos que nos ama de verdad, y desea que esta amistad sea directa y personal, y libre de todo lo que no sea justo y verdadero entre él y nosotros. ¡Se parece a un enamorado que desea persuadir a su amada!

Pero la amistad con Dios es en ambos sentidos. Dios hace todo lo necesario para decirnos que nos ama de verdad, pero desea que nosotros le correspondamos bien a su amor. Como nos dice Santiago, tenemos que “acercarnos” a Dios para que él se “acerque” a nosotros (Santiago 4, 8). Aquí es donde entra el ayuno cuaresmal, porque el ayuno es uno de los modos más eficaces que hay para acercarse al Señor, ¡especialmente en esta temporada de gracia! Por eso, daremos ahora una mirada a diversas vías que podemos usar para acercarnos más al Señor y tomaremos el versículo de Santiago aquí citado para que nos ayude.

Acercarse en la Confesión. A primera vista, parece obvio: nos acercamos a Dios visitándolo y hablando con él en la oración y la santa Misa. Nos acercamos ofreciéndole adoración y escuchando su palabra en la Sagrada Escritura. Pero Santiago nos advierte contra dos obstáculos que pueden impedirnos acercarnos a Dios. En primer lugar, dice: “¡Límpiense las manos, pecadores!” y añade “¡Purifiquen sus corazones, ustedes que quieren amar a Dios y al mundo a la vez!” (Santiago 4, 8). Se ve claramente, entonces, que el primer obstáculo es nuestro propio pecado, y el segundo es que queremos acercarnos a Dios pero sin dejar los caminos del mundo.

En lo que se refiere al pecado personal, no hay solución mejor que el Sacramento de la Reconciliación, es decir, la Confesión. Allí es donde se nos perdonan los pecados presentes y pasados, no sólo aquello que hemos pensado o dicho, sino también se nos limpian “las manos” de la suciedad que hemos acumulado por aquello que hemos hecho. Así como el leproso se inclinó hasta el suelo ante Jesús y le rogó: “Señor, si quieres, puedes limpiarme de mi enfermedad,” en la Confesión podemos humillarnos y reconocer que nos hemos manchado y ensuciado por la conducta que hemos llevado (Lucas 5, 12).

Y cada vez que reconocemos nuestros pecados, el Señor hace lo mismo que hizo para el leproso: En la persona del sacerdote, estira la mano y nos lava mediante las palabras de la absolución. Sea lo que sea que hayamos hecho, ni cuándo o desde cuándo lo hayamos hecho, y sin importar si creemos que nos ha rechazado o dudamos de que nos vaya a perdonar, Jesús nos toca y nos dice: “¡Quiero! ¡Queda limpio!” (Lucas 5, 13). De esta forma, nos hemos acercado al Señor arrepentidos de verdad, y él se ha acercado a nosotros sin reproches y prodigándonos su perdón, su amor incondicional y su compasión.

Acercarse en la devoción. Santiago también nos advirtió que no seamos indecisos, o sea, que queramos acercarnos a Dios, pero sin dejar los atractivos del mundo, como si en un camino dividido se pudiera seguir en ambas direcciones al mismo tiempo. Una ilustración de esto sería la parábola del fariseo y el cobrador de impuestos (Lucas 18, 9-14). Los dos fueron al Templo a orar, es decir, querían acercarse a Dios, lo que era bueno. Pero la oración del fariseo fue centrada en sí mismo: le dio gracias a Dios porque, a diferencia de los demás, incluso de aquel cobrador de impuestos, él cumplía muy estrictamente todos los preceptos religiosos. En cambio, el publicano simplemente pedía perdón diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!» Este hombre, dijo Jesús, se fue a casa justificado, el fariseo no.

No hay razones para creer que el fariseo no era sincero, pero estaba más lleno de sí mismo que de Dios, es decir, se enorgullecía de su observancia religiosa y despreciaba a quienes no lo imitaban, al punto de que si bien era sincero en su práctica de la fe, no dejaba que la religión le ayudara a cambiar de actitud. Tenía un conflicto en la mente y en el corazón que no lo dejaba ver, al punto de que le presentaba al Señor sus buenas obras junto con su profundo orgullo humano. Pero el cobrador de impuestos no tenía conflicto alguno. Sabía que necesitaba la misericordia de Dios y eso era todo lo que pedía. No trató de justificar ni excusar sus pecados; simplemente admitió ser pecador, y por eso el Señor lo justificó y lo perdonó.

La mayoría de nosotros tenemos conflictos similares. Queremos hacer oración, pero estamos demasiado ocupados; queremos ser humildes, pero no dejamos de jactarnos de las cosas buenas que hacemos; queremos amar, pero ponemos condiciones; queremos tener una vida ordenada, pero nos comprometemos a demasiadas actividades; queremos dar a los pobres, pero pareciera que nunca tenemos suficiente para dar.

He aquí la razón por la cual un ayuno cuaresmal puede ser tan provechoso. El ayuno nos ayuda a ver la diferencia entre lo que necesitamos y lo que queremos conseguir, entre lo que tenemos que hacer y lo que queremos hacer. Nos ayuda a aclarar el desorden que tenemos en la vida para que podamos encontrar el camino claro y recto que nos ayudará a acercarnos más al Señor. Cuando hagamos ayuno, nos encontraremos cara a cara con nuestra resistencia a cambiar, y descubriremos la gracia necesaria para entrar en el amor transformador de Dios.

Acercarse en la intercesión. El ayuno hecho con un corazón contrito y una mente clara y fija en el Señor tiene buenos efectos. Como lo prometió Santiago, si nos acercamos a Dios, él se acercará a nosotros. Por increíble que esto parezca, el Señor siempre responde cuando ayunamos de esta manera. Por un lado, hace que nuestra oración de intercesión sea más eficaz, como sucedió con la reina Ester (Ester 4, 15-16); ayuda a quitar el desaliento y la angustia y mueve a Dios para que nos consuele, como lo hizo con Nehemías y Daniel (Nehemías 1; Daniel 9, 3-19). El ayuno auténtico y la oración sincera nos acercan al Señor, y nos ayudan a encontrar fuerzas para luchar contra la tentación, como lo hizo Jesús en el desierto (Mateo 4, 1-11). Finalmente, un ayuno humilde y con oración nos merecerá que el Señor nos muestre su voluntad, como lo hizo con Pablo y Bernabé (Hechos 13, 1-3).

Esta clase de ayuno y oración, con arrepentimiento y el corazón decidido a seguir al Señor, puede incluso cambiar el curso de la historia. Durante el reinado de Josafat, una alianza de naciones enemigas le declaró la guerra a Judá. Ante el peligro y como parte de su estrategia militar, Josafat proclamó un ayuno general para toda la nación (2 Crónicas 20, 3) y él mismo dirigió a todo el pueblo en oración diciendo: “Dios nuestro… nosotros no tenemos fuerza contra esta gran multitud que viene a atacarnos, y no sabemos qué hacer. Pero nuestros ojos están puestos en ti” (20, 12). Entonces, ayudado por los sacerdotes, Josafat hizo algo inesperado: “Designó a unos cantores, para que avanzaran al frente de los guerreros, revestidos con los ornamentos sagrados y alabaran al Señor, diciendo: ‘¡Alaben al Señor, porque es eterno su amor!’ Y Dios respondió haciendo que los bandos enemigos se volvieran unos contra otros y se destruyeran mutuamente (20, 20-23).

Ahora, si vemos que el pueblo de Judá simbolizaba a la Iglesia, piense en cómo el ayuno y la oración pueden detener y rechazar a los espíritus malignos que tratan de destruir el Cuerpo de Cristo. O piense en como el ayuno y la oración pueden ayudar a terminar con el aborto, las guerras y las injusticias. ¡Qué magníficos resultados veríamos si cada persona que lea estas palabras decidiera ayunar y orar pidiendo por tan solo uno de estos problemas. ¡El mundo podría cambiar!

Acercarse en la generosidad. Hay una práctica más que podemos combinar con el ayuno y la oración, y es la de dar limosna. El hecho de dar algo de dinero con la actitud correcta une a quienes dan algo de lo que tienen con aquellos que se debaten en la pobreza. Cuando nos negamos a nosotros mismos, descubrimos que el corazón se nos ablanda al ver la miseria y los sufrimientos de los necesitados, captamos algo de lo que ellos experimentan día a día y eso nos mueve a ser más generosos. ¡Esto es precisamente lo que Dios espera de nosotros!

Ahora leamos el capítulo 58 de Isaías. En este pasaje, el profeta reprende al pueblo por abusar de la antigua práctica del ayuno, diciéndoles que si bien hacen ayunos, esas privaciones no tienen efecto alguno en la vida práctica. Sí, es cierto que se abstienen de comida, pero no demuestran preocupación por los pobres, los sin casa y las víctimas de las injusticias. No expresan solidaridad con aquellos cuyo sufrimiento y dolor llegan al corazón de Dios. El ayuno que hacen no es más que un ritual religioso, pero “el día de ayuno lo pasan en disputas y peleas” (Isaías 58, 4) y no llegan a resolver sus diferencias ni lograr la unidad entre unos y otros.

¡Esto no es lo que Dios quiere! El Señor desea que el ayuno nos ablande el corazón; que nos acerquemos a su lado cuando ayunemos, para que él se acerque a nosotros, no sólo en la oración, sino también en los rostros de los pobres y los necesitados, que también son hermanos nuestros. El Señor quiere que el ayuno nos transforme el corazón, para que lleguemos a ser sus manos y sus pies en el mundo. Por eso, el ayuno tiene que estar unido a la oración humilde y al arrepentimiento y también al deseo de dar limosna con generosidad y sinceridad.

Dios se acercará a usted. Finalmente, el ayuno combinado con la oración y la limosna, es uno de los mejores medios para demostrarle al Señor que lo amamos. Estas tres prácticas combinadas con un corazón sincero nos ayudan a acercarnos al Señor y también nos sirven para que él mismo se acerque a nosotros, y toda vez que el Señor viene a nosotros, nos llena de su amor; nos eleva y nos reconforta, y nos va cambiando para que un día lleguemos a parecernos más a él.

Fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros

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