miércoles, 9 de marzo de 2016

Meditación: Juan 5, 17-30

La tensión entre Jesús y los jefes judíos iba en aumento. Jesús no sólo infringía las normas impuestas por ellos al hacer curaciones en día de reposo, sino que, por sus declaraciones, se atribuía igualdad con Dios. Las autoridades judías no iban a permitir que nadie pusiera en duda que Dios era uno solo y, a juicio de ellos, las afirmaciones de Jesús hacían precisamente eso. Esto era algo que irritaba sobremanera a los jefes del judaísmo y por eso querían eliminarlo. Tenían el corazón cerrado a la verdad de Dios y esto les impedía recibir una mayor revelación.

Cristo, que sabía que la vida eterna venía sólo del amor del Padre, tenía toda su atención puesta en los pensamientos y planes del Todopoderoso. Lejos de buscar reconocimiento para sí mismo (como sospechaban los judíos), lo que el Señor quería era abrir los ojos de la gente para que vieran lo que Dios estaba revelando: Que la vida con el Padre venía por medio del Hijo. En realidad, este discurso comienza y termina declarando que Jesús hacía sólo lo que el Padre le mandaba hacer y que estaba dedicado a complacerlo en todo (Juan 5, 19. 30).

Para Jesús, era imposible conseguir la paz política con los judíos. Había venido a darles vida y, por sus palabras y milagros, les hacía ver su condición, a fin de que ellos reconocieran la gran necesidad que tenían de él. Pero dado que estaban cerrados a la mayor revelación de Dios, se negaban a creer que Jesús fuera el camino a la vida con el Padre y así sellaron la sentencia contra sí mismos.

Mientras estamos en Cuaresma, nos conviene someternos al juicio de Jesús, para recibir su vida. Pero si pensamos que hasta los que son moralmente buenos pecan, ¿cómo podemos estar seguros de la vida eterna? Podemos creerlo porque, mientras nos mantengamos en gracia de Dios mediante los sacramentos, haciendo oración y amando a Dios y al prójimo, el propio Cristo nos prometió: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo lo resucitaré en el día último” (Juan 6, 54). Y el Señor siempre cumple sus promesas.
“Señor Jesucristo, yo creo que tú eres el amado Hijo de Dios, que ha venido a vivir en mi corazón. Enséñame a confiar en tu palabra y tus promesas y a nunca separarme de ti.”

Fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros

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