El Señor tiene una perspectiva mucho más profunda y amplia que la nuestra, porque ve las cosas a la luz de la eternidad, y sabe que en esta vida tenemos que defendernos de muchos enemigos, especialmente los tres peores enemigos que los fieles tenemos en esta vida: el diablo, la carne y el mundo. Los tres procuran quitarnos la paz e impedirnos servir a Dios.
En la lectura de hoy, tomada del Sermón de la Montaña, Jesús habla del cristiano y su relación con el mundo.
Pero ¿qué queremos decir con “el mundo”? No nos referimos al universo físico que nos rodea ni a la gente que lo puebla. Nos referimos más bien a la mentalidad mundana, dominada por el egoísmo, el afán de riquezas materiales y placeres, la injusticia y la violencia.
Una de las características principales de una mentalidad mundana es acumular tesoros en la tierra. ¿Cuáles tesoros? Pueden ser propiedades, prestigio social, poder político o incluso el afán de recibir halagos y la admiración de los demás. Ninguna de estas cosas es realmente necesaria, salvo las que sirven para vivir decorosamente.
Pero la dificultad surge cuando el valor que les atribuimos se desvirtúa, porque muy hondo en el corazón, esas cosas pueden convertirse en “ídolos” para los cuales vivimos y nos esforzamos. Puede ser algo muy patente, como la obsesión de ganar más y más dinero, pero también puede ser sutil, como el deseo desordenado de recibir reconocimiento y gratitud en público.
Los cristianos están llamados a no caer en la corriente del mundo, sino considerarse peregrinos en esta vida (ver Hebreos 11,13-16), cuyo destino es el cielo. Cuando Jesús nos mandó acumular tesoros en el cielo (Mateo 6,20), nos mostraba su gran amor y lo mucho que se preocupa por nosotros. Quería que tuviéramos riquezas donde es más importante tenerlas.
Ahora bien, las riquezas de Dios podemos adquirirlas cuando nos abandonamos en sus manos para recibir la gracia del Espíritu Santo; cuando vemos las necesidades de quienes nos rodean y hacemos algo para ayudarles. Es mejor no publicar lo bueno que hagamos; algo tan simple como dar un vaso de agua a un creyente mereció el elogio del Señor (ver Marcos 9,41).
“Señor, Espíritu Santo, te pido que me ayudes a recordar que soy peregrino en esta tierra. Ablanda mi corazón para que, en lugar de buscar mi propio interés, yo sirva a mi prójimo movido por el amor.”2 Reyes 11, 1-4. 9-18. 20
Salmo 132(131), 11-14. 17-18
Fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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