lunes, 5 de septiembre de 2016

Lo que aprendí trabajando con la Madre Teresa

ALGO HERMOSO PARA DIOS
A mi lado yacía un hombre moribundo, que en lugar de extremidades no tenía más que muñones ulcerados. Sus rasgos estaban desfigurados por la lepra y sus ojos acuosos habían perdido ya todo brillo de vida.
Era apenas uno de los muchos leprosos que esperan tratamiento fuera de una clínica administrada por los Hermanos Misioneros de la Caridad en las afueras de Calcuta. Pero cuando pasé a su lado, hubo algo en él que era como una voz que me llamaba. ¿O era que yo estaba oyendo de nuevo la insistente voz de la Madre Teresa cuando decía: “Toca a un leproso con tu compasión”? De repente me encontré sosteniéndole la cabeza entre mis manos como yo la había visto a ella hacer tan a menudo a personas de toda clase.
Mi gesto no tenía nada de extraordinario; lo extraordinario fue la reacción que evocó en el hombre. Su cuerpo desfigurado cobró vida; su rostro entre mis manos se iluminó y todos sus compañeros sentados en la banca de al lado me tendían la mano, sonriendo con una alegría inexplicable. En numerosas ocasiones yo había oído a la Madre Teresa decir: “Para entender, ustedes tienen que tocar. Conocer intelectualmente el problema de la pobreza no basta para realmente comprenderlo.” Incluso la había citado yo misma; pero fue solamente en ocasiones como ésta que realmente conocí su significado.
Algo hermoso para Dios. A la Madre Teresa le encantaba poner a la gente a trabajar, de preferencia en uno de sus hogares para moribundos. Ella sabía que sólo entablando amistad con los pobres la gente entendería el aparente absurdo de limitarse a saciar el hambre inmediata de una persona y no abordar las causas primordiales de la pobreza. Ella advertía también contra la tendencia a afanarse demasiado por prestar una atención médica eficiente y olvidarse de ofrecer la calidez de una mano fraterna y consoladora. Para la Madre Teresa, cuidar a los pobres significaba amar en el aquí y ahora y no fijarse sólo en la idea generalizada de conseguir resultados cuantificables. Tal vez aquellos pueden haber sido propósitos válidos para otros, pero no para ella.
Hace 30 años, cuando yo recién me iniciaba como escritora, ella me dijo que si un libro servía para llevar una sola alma a Dios, valía la pena todas las penurias que implicara escribirlo. Aunque yo aceptaba esto como un principio laudable, en la práctica me encontré esforzándome por lograr más reconocimiento mundano, sólo para luego recordar que yo también, como ella, no estaba llamada a tener éxito, sino a ser fiel. Yo debía hacer cosas pequeñas, pero con gran amor.
De un modo intuitivo y práctico a la vez, la Madre Teresa tenía una manera desconcertante de mirarlo a uno con ojos inquisitivos, reconocer quién era su interlocutor y ver tanto los talentos como las deficiencias de éste. Al principio, me dijo que yo debía experimentar cómo se trabajaba en el hogar para los moribundos, pero más tarde, cuando yo caí enferma, ella rápidamente discernió que el papel particular que a mí me tocaba cumplir para que juntas hiciéramos “algo hermoso para Dios” debería ser otro. Algunas de las cartas que escribieron quienes compartieron el trabajo con ella mediante la oración y el sufrimiento deberían publicarse, porque eso ayudaría a las personas “a amar más a Jesús” dijo ella. ¿Quizás yo podría encargarme de eso?
“A mí me lo hiciste.” Todo lo que ella hacía por los pobres lo hacía por amor a Jesús: a Cristo, que en el Evangelio de San Mateo se había identificado con los que tienen hambre y sed, los que sufren y los encarcelados. ¿Pero qué significado tenía esta visión mística en la práctica?
El efecto que su luminosa sonrisa y su presencia causaba en los demás era innegable, y las muchedumbres se apretujaban sólo para tocarla o aproximarse a ella. La primera vez que la vi en lo alto de la escalera de la Casa Madre distribuyendo lo que con su humor característico denominaba sus “tarjetas de visita” —pequeñas tarjetas de oración que llevaban impresas citas de palabras como “A mí me lo hicieron”— no pude menos que pensar que tal vez este era el equivalente religioso de una persona célebre firmando autógrafos. La gente se retiraba claramente feliz y reanimada después de la más breve conversación con ella, pero ¿valoraba ella esas ocasiones?
La respuesta la tuve una vez cuando me la encontré de improviso en un municipio de gente de color en las afueras de Ciudad del Cabo, en Sudáfrica. Nos habíamos visto sólo dos veces antes: primero, en una de las casas de las Hermanas en Londres, donde hablamos por apenas diez minutos y luego en Roma, en una reunión internacional de sus Colaboradores, cuando el intercambio de sonrisas a cierta distancia fue todo lo que hubo. Pero ahora, unos años más tarde y en un lugar completamente diferente, ella no sólo me reconocía, sino que recordaba mi nombre. “Él te lleva grabada en la palma de su mano y te ha llamado por tu nombre,” es la cita de Isaías que le gustaba repetir. Cada cual era en efecto especial para ella, como lo era para Dios.
“Cuanto la Madre quiere, la Madre lo consigue.” Jamás vi que la Madre Teresa pasara junto a una persona necesitada sin detenerse. “Deja que los pobres te consuman” era un principio que guiaba su vida, incluso cuando estaba indispuesta y cada vez más frágil por su avanzada edad. Era tan insistente en esto como en muchas otras cosas. “Lo que la Madre quiere, ella lo consigue” era una verdad ampliamente aceptada por cuantos la conocían. Ella era no sólo humilde y pequeña, sino también tenaz, resuelta, franca y aparentemente intrépida, porque Dios estaba a su lado.
No siempre era fácil tratar con esta supuesta unidad de intención. Con sus hermanas, a quienes amaba entrañablemente, podía ser exigente en extremo. La obediencia, por ejemplo, debía ser “pronta, simple, ciega y alegre, ya que Jesús fue obediente hasta la muerte.” Pese a su insistencia verbal de que la familia viene primero, ella no siempre entendía las exigencias de la vida secular, y esperaba que la gente dejara de inmediato todo lo que estaba haciendo cuando ella se lo pedía.
Pero al mismo tiempo, vivía en sí misma el sacrificio personal que esperaba de los demás. Cuando se daba cuenta de un daño, hacía todo lo posible por rectificarlo, sin fatigarse ni tener en cuenta el costo personal. Incluso en su vejez, a veces la sorprendían limpiando los inodoros de las hermanas. Después de la cirugía de corazón que tuvo en febrero de 1992, pasó su “convalecencia” en el convento en Roma. No había calefacción y hacía un frío que calaba los huesos, pero la única concesión que se permitió fue que pusieran cartones de cajas aplastadas a modo de cobertura para el piso de piedra. Yo estaba allí para acompañar a una antigua amiga suya que empezaba a sufrir de Alzheimer y vi que la Madre Teresa, que apenas se podía mover, trataba de consolarla. No pude evitarlo pero me sentí profundamente conmovida.
Sonríe y ora. Cada vez más ella podía identificar la pobreza tanto en el mendigo como en el príncipe. Éramos todos pobres en modos diferentes. No había necesidad alguna de buscar al Cristo sufriente entre los indigentes de Calcuta. Estaba allí presente en nuestros propios vecindarios, en nuestras familias y hasta en nosotros mismos. Durante los años pude comprobar que ella ponía cada vez más énfasis en la necesidad de atender esta pobreza espiritual. Después de su muerte, llegué a entender el grado en el cual ella había experimentado personalmente la misma pobreza: en su experiencia de la “vía negativa,” de la presencia divina a través de la ausencia humanamente percibida. En términos racionales, ella pudo haber reconocido su sed interior, al parecer no saciada, como una forma privilegiada de comunión con los pobres y con Cristo crucificado. “Mientras más cerca estés de Jesús, mejor conocerás su sed,” solía afirmar, pero en otros niveles le atormentaba el sentido de aislamiento.
Con todo, si las cartas publicadas póstumamente hablan de la “oscuridad espiritual” de la Madre Teresa, también hacen referencia a las ocasiones de alegría y felicidad, el rostro que ella solía mostrar al mundo. “La alegría —decía— se muestra en los ojos. Aparece cuando uno habla y camina. Cuando la gente ve en tus ojos una felicidad habitual, entienden que ellos son hijos queridos de Dios.” Esta era su forma de ganar adeptos.
Cuando era difícil sonreír, la solución era la oración. La oración era su “sencillo” secreto: la oración arraigada en el silencio, no de muchas palabras, sino con el fervor del corazón de Jesús constantemente elevado hacia Dios. En el auto ella pasaba las cuentas del rosario entre sus dedos y si era necesario mantenía una conversación al mismo tiempo. La he visto entrar en la capilla, después de un día muy ajetreado que había comenzado al amanecer, encogida y agotada, para salir de nuevo un poco más tarde renovada, erguida y dos pulgadas más alta y lista para aparecer en una importante ceremonia pública esa misma tarde. Aun si ella no siempre sentía la presencia de Dios del modo que lo hizo en 1946, cuando el Señor la envió a los barrios pobres, la oración le seguía comunicando la energía necesaria para llevar a cabo la obra de Dios y dar frutos extraordinarios, los mismos frutos por los cuales ella decía a los demás que viéndolos sabrían si alguien le “pertenecía a Dios.”
Hacia un entendimiento del corazón. La oración le permitía a la Madre Teresa encontrar a Cristo en toda forma de pobreza, y ver la belleza a través de la oscuridad de los barrios más bajos o del desconsuelo, y aceptaba con plena fidelidad las respuestas que recibía en la oración. Cuando en 1991 le pedí permiso para escribir sobre su vida, todo en ella quería decir “no”, y por razones válidas, pero dijo que rezaría al respecto. Después de una semana me llamó. Por lo visto la respuesta fue afirmativa, y a partir de entonces estuvo plenamente dispuesta a ayudarme a conocerla y quería llevarme con ella a todas partes cuando era posible. Suavemente pero con firmeza me llamaba, más por una especie de gesto que con palabras, a un entendimiento del corazón, no el corazón como sede de las emociones, sino como lugar del conocimiento directo, el corazón al que se refería San Pablo cuando escribió: “Iluminando los ojos de vuestro corazón, para que sepáis cuál es la esperanza…” (Efesios 1, 18).
Kathryn Spink fue por mucho tiempo colaboradora de la Madre Teresa y es autora del libro “Madre Teresa” (Plaza & Janes Editores).
Fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros

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