Cuando estaba por cumplirse el tiempo de su elevación al cielo, Jesús se encaminó decididamente hacia Jerusalén y envió mensajeros delante de él. Ellos partieron y entraron en un pueblo de Samaría para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron porque se dirigía a Jerusalén. Cuando sus discípulos Santiago y Juan vieron esto, le dijeron: "Señor, ¿quieres que mandemos caer fuego del cielo para consumirlos?". Pero él se dio vuelta y los reprendió. Y se fueron a otro pueblo.
¡Queridos hermanos y hermanas en Cristo!
En la primera lectura de hoy acompañamos el lamento Job en silencio, junto a sus tres amigos que vienen de lejos (cf. Job 2,11-13). Ante el sufrimiento de los demás muchas veces sobran palabras. La cercanía, un abrazo o simplemente una mirada acogedora puede resultar en el mejor consuelo a quien lo necesita. El sufrimiento de Job es demasiado grande, lo perdió todo. Su silencio se rompe con un lamento, que maldice y cuestiona su existencia. Esa es su oración, una oración que busca comprender el misterio del mal, una oración que nace de su sufrimiento, una oración que hace preguntas existenciales.
De momento, Dios se mantiene en silencio ante sus lamentos, como también estuvo en silencio en Auschwitz o en la muerte de tantos inocentes en nuestros días. ¿Dónde está Dios? ¿Será que Él nos ha abandonado? Jesús asume ese grito de todos los inocentes y lo convierte en oración en la cruz. Lleva al cielo nuestras angustias. Para ello, Jesús camina con nosotros, con nuestras angustias, con nuestros sufrimientos y dudas.
Ese es el proyecto que comienza hoy en el Evangelio: un largo viaje hacia Jerusalén, su destino final (Lc 9,51). Su viaje no es de turista para visitar ciudades, sino para acercarse a la realidad humana, detenerse ante la gente, escuchar sus dramas y concederles a salvación. Por eso, encontrará a lo largo del camino muchas personas, unas necesitadas de respuestas, como el doctor de la Ley (Lc 10,25-37), otras que le darán hospitalidad, como Marta y María (Lc 10,38-42), muchos que necesitan su misericordia y entonces se sentará a la mesa con ellos y contará la hermosa parábola del Padre misericordioso (Lc 15), otros que quieren verle, aunque de lejos, y él decidirá entrar en su casa (Lc 19).
Tal vez aquí encontramos la respuesta de nuestros lamentos: Dios mismo viene a nuestro encuentro y camina con nosotros en la persona de su Hijo. Dios no es indiferente ante el sufrimiento de sus hijos, sino todo lo contrario, lo asume como suyos, y en el grito de la cruz lo hará subir hasta el cielo. Celebramos hoy San Vicente de Paul que entregó su vida al servicio de los pobres, viendo en cada persona doliente el rostro del Señor. En uno de sus escritos decía: “el servicio a los pobres ha de ser preferido a todo, y hay que prestarlo sin demora. Por esto, si en el momento de la oración hay que llevar a algún pobre un medicamento o un auxilio cualquiera, id a él con el ánimo bien tranquilo y haced lo que convenga, ofreciéndolo a Dios como una prolongación de la oración”. Cuidar de los demás es un modo que Dios tiene para decir a los que sufren: “¡Yo estoy contigo!”.
Roguemos al Señor que nos infunda sentimientos de misericordia y compasión, especialmente ante el sufrimiento humano.
Fraternalmente,
Eguione Nogueira, cmf
fuente del comentario CIUDAD REDONDA
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