lunes, 12 de septiembre de 2016

Meditación: Lucas 7, 1-10


Santo Nombre de María

Yo les aseguro que ni en Israel he hallado una fe tan grande. (Lucas 7, 9)

El centurión pensaba que así como él daba una orden y sus subalternos la cumplían, también Jesús, cuya autoridad era muy superior a la suya, podía dar una orden y ésta se cumpliría. Esta fe no solamente le tocó el corazón al Señor, sino que fue premiada con la curación del criado del centurión.

¿Crees tú, hermano lector, que Dios le ha dado autoridad a Jesús sobre toda la creación y te invita a participar en su autoridad? Nada sucede sin que Jesús lo sepa y no hay nada que escape a su capacidad de intervenir; porque todo lo domina él en forma completa, incluso cuando no pareciera hacerlo, y por eso quiere que tú y yo tengamos parte en la paz que fluye de esta autoridad absoluta. ¿Cómo puede uno experimentar esta bendición?

La Escritura nos dice que en el principio Dios le dio al ser humano dominio sobre la tierra, dominio que éste perdió cuando cayó en el pecado (Génesis 1, 28-30 y 3, 17-19). Ahora que Jesús ha venido y ha restituido en nosotros la dignidad de hijos de Dios, podemos empezar a recuperar este sentido de autoridad, pero siempre que aceptemos el dominio de Cristo en nuestra vida. Si dejamos que la Palabra de Dios penetre en lo profundo del corazón y la mente, podremos adquirir una mayor confianza en su capacidad de sanarnos y, como resultado, nos parecerá que las pruebas y vicisitudes de la vida en este mundo nos afectarán menos. ¡Estaremos compartiendo la autoridad y la entereza de Cristo, nuestro Rey!

El centurión sabía perfectamente bien que su autoridad implicaba una responsabilidad. Por eso se preocupó de que su criado recuperara la salud. Del mismo modo, solamente podemos ejercer esta autoridad si tomamos en serio las inquietudes y las necesidades de quienes tenemos a nuestro cuidado. Ya seamos padres de familia, maestros, párrocos o cristianos solteros que viven en el mundo, Dios quiere hacernos instrumentos de su paz y su curación. Permite, hermano, que el Señor te cambie el corazón, porque solamente así podrás conocer la autoridad que realmente produce sanación.
“Padre eterno, te adoro con todo mi corazón y me postro en tu presencia, porque tú eres merecedor de toda mi adoración, mi confianza y mi amor. Mi corazón se alegra por tu bondad y tu misericordia.”
1 Corintios 11, 17-26. 33
Salmo 40(39), 7-10. 17

fuente:Devocionario católico la palabra con nosotros

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