La celebración de la Festividad de Cristo Rey que, a partir de la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, cierra el ciclo del tiempo ordinario y clausura el año litúrgico, ha de movernos a una seria reflexión. Pues si la Iglesia proclama a Jesucristo como Rey debemos preguntarnos qué significa este reinado y cuáles son las consecuencias que de él se derivan.
Muchos sospechan que el Concilio no se ha limitado a un simple traslado de la antigua festividad instituida por el Papa Pío XI, en 1925, del último domingo del mes de octubre al último domingo del ciclo anual, sino que ha ido más lejos: ha cambiado sustancialmente el sentido originario de la misma festividad. En efecto, se dice, ya no se trata de afirmar el reinado de Cristo sobre todas las realidades, principalmente aquellas que son propias del orden público y social, sino de acentuar, más bien, la naturaleza espiritual, extramundana y metahistórica de aquel Reinado. El traslado, en consecuencia, respondería antes a este criterio nuevo pues la festividad clausura, ahora, y da cima a todo el clima esjatológico que tiñe marcadamente la liturgia de los últimos domingos del año.
Pero ¿es esto así? Como sucede muy a menudo, desde la aparición en la vida de la Iglesia de nuestro tiempo del Concilio Vaticano II, también en este delicadísimo punto, un espíritu mundano y secularizante -hoy lamentablemente muy difundido en amplios sectores eclesiales- parece querer prevalecer no sólo sobre el espíritu del propio Concilio sino, lo que es más grave, sobre lo que ha sido y sigue siendo doctrina permanente y segura del Magisterio de la Iglesia, de la Tradición y de la propia Escritura, fuentes insustituibles de la Fe Católica.
Volvamos, pues, a la pregunta inicial: el Reinado de Cristo ¿es sólo la consumación metahistórica del Reino anunciado por el mismo Jesús o, además, conlleva una efectiva y real potestad de Cristo sobre el orden temporal público y privado? La respuesta debe ser meditada y repensada por la inteligencia cristiana en esta época de tanta confusión y -¿cómo no decirlo aunque duela?- de tanta pusilanimidad entre los católicos, sean laicos, sean pastores.
La guía más segura, al respecto, es volver a una atenta lectura de la Encíclica Quas primas, dada por el Papa Pío XI, el 11 de diciembre de 1925. Este importante documento -cuya vigencia no ha sido negada oficialmente ni por el Concilio ni por ninguno de los Sumos Pontífices posteriores a Pío XI- no solamente instituye la festividad litúrgica de Cristo Rey sino que compendia admirablemente la verdadera doctrina católica sobre nuestro tema.
A nuestro juicio son tres los elementos esenciales a tener en cuenta en la lectura de la Encíclica: primero, el sentido y el fundamento de la Realeza de Cristo; segundo, el carácter de esta Realeza; tercero, el contexto histórico en el que fue escrita la encíclica.
a) Sentido y fundamento de la Realeza de Cristo.
Distingue Pío XI un doble sentido de la realeza de Cristo: el metafórico (translata verbi significatione) y el propio (propria verbi significatione). Según el primero de estos sentidos decimos que "Cristo reina en la inteligencia de los hombres [...] por ser Él la misma Verdad y por la necesidad que tienen los hombres de beber en Cristo la verdad y aceptarla de Él". También, "que reina en las voluntades de los hombres [...] porque con sus mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad, encendiendo en ella los más altos propósitos"; finalmente, Cristo "es rey de los corazones, porque con su supereminente caridad [...] se gana el amor de las almas"[1].
Pero en un sentido propio "se ha de atribuir a Jesucristo hombre el título y la potestad de rey; pues sólo como hombre se puede afirmar de Cristo que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino (Dan. 7, 13-14) ya que como Verbo de Dios, identificado sustancialmente con el Padre, posee necesariamente en común con el Padre todas las cosas y, por lo tanto, también el mismo poder supremo y absoluto sobre toda la creación"[2].
Estamos, sin duda, ante una definición de singular trascendencia pues se trata, nada menos, que de la Realeza de Cristo vista a la luz suprema del misterio de la unión hipostática. Y aquí reside el fundamento radical de dicha realeza: "en una palabra, por el sólo hecho de la unión hipostática, Cristo tiene potestad sobre la creación universal"[3].
Es que la Encarnación del Verbo ha transfigurado, de raíz, todas las realidades humanas. Ya nada es lo mismo a partir del hecho, capital y fundante, de la Encarnación. Y si Santo Tomás, al establecer, con Aristóteles, que la verdad es el fin del universo, recuerda que por eso ad veritatis manifestationem divina Sapientia carne inducta se venisse in mundo[4], de tal modo que a partir de ahora esa Verdad, entrevista por el Filósofo, no es otra que la Verdad Encarnada, fundamento y fin de toda sabiduría humana, así también, a partir de la Encarnación podemos hablar de una Potestad Encarnada -divina potestas carne inducta- fundamento y fin de toda potestad sobre la tierra.
b) Carácter de la Realeza de Cristo.
El Papa se detiene extensamente en las fuentes escriturísticas (tanto del Viejo cuanto del Nuevo Testamento) que abonan la Realeza de Jesucristo y no puede sino concluir que todos los textos sagrados demuestran con plena evidencia "que este reino es principalmente espiritual y que su objeto propio son las realidades del espíritu" y que "cuando los judíos y aún los mismos apóstoles juzgaron equivocadamente que el Mesías devolvería la libertad al pueblo judío y restablecería el reino de Israel, Cristo deshizo y refutó esta idea vanamente esperanzada"[5].
No; no hay lugar alguno para confundir el Reino de Cristo con ningún reinado temporal ni para identificarlo con ninguna forma de dominio humano. Pero este aspecto esencial y eminente no se contradice con la potestad real que Cristo ejerce sobre todo el hombre y sobre todo el universo. Entonces, ¿por qué substraer las realidades políticas y sociales a la potestad real de Jesucristo? ¿Por qué cerrarle, precisamente, las puertas al Rey de la Historia, allí donde los hombres fundan la ciudad terrena? ¿Por qué inexplicable prejuicio se ha de excluir de la divina potestad del Redentor el orden social, jurídico, económico y familiar? "Incurriría en grave error -concluye Pío XI- el que negase a la humanidad de Cristo el poder real sobre todas y cada una de las realidades sociales y políticas del hombre"[6].
c) Contexto histórico de la encíclica.
Por último, no hay que olvidar el contexto histórico en el que fue escrito este notable documento. El Papa lo señala desde las palabras iniciales: se trata de un mundo sobre el que se ha precipitado un diluvio de males cuya causa no es otra que el rechazo de la inmensa mayoría de la humanidad a Jesucristo y su santísima ley, tanto en la vida privada, en la vida familiar y en la vida pública. Por eso, concluye, es vana la esperanza de paz de los pueblos si se deja de lado a Cristo. Resuena, entonces, firme e intrépida, la consigna con la que el Papa convoca a los hombres de aquella hora: pax Christi in Regno Christi.
También hacia el final de la Carta vuelve Pío XI al panorama del mundo de entonces. Señala, como gravísimos males del aquel mundo, el laicismo y la apostasía pública que él ha producido en las sociedades[7]. Justamente, se trata de reparar tales males instituyendo para ello la celebración solemne de Cristo Rey porque la Iglesia, por medio de su admirable pedagogía, cada vez que quiere hacer viva en los fieles la presencia de una verdad determinada, la celebra, la hace liturgia.
Para concluir:
¿quién puede negar que aquel laicismo devastador y aquella apostasía de las naciones que atribulaban el corazón del Papa hace ya casi ocho décadas, son casi nada si las comparamos con este radical inmanentismo y con este impío secularismo que presiden, hoy, la construcción de una Civitas Mundi, inspirada en el Regnum Hominis en perenne batalla contra la Civitas Dei?
Más, mucho más que en 1925, se hace hoy preciso rescatar la necesaria proyección temporal del Reinado de Cristo como único modo de hacer un mundo más justo y más humano. Todo cuanto hagamos en este sentido, es cierto, ha de ser con la mirada puesta en ese Reino que consumará la Historia. Pero mientras aguardamos -y dejando expresamente a salvo la legítima pluralidad de las opciones políticas del cristiano- recordemos, con palabras de Jordán B. Genta, maestro y mártir de la Fe: "Con Cristo lo podemos todo y nuestro empeño en lo político debe ser para que Él reine...[8]"
No tengamos miedo de proclamar esta Realeza de Cristo. Sobre los tejados. Sin flaquezas. Con caridad. Nadie puede temer este Reinado. Pues como lo recuerda Pío XI: Non eripit mortalia, qui regna da caelestia.
[1] Quas primas, [4].Seguimos el texto español de Doctrina Pontificia, II, Documentos Políticos, BAC, Madrid, 1958.
[2] Ibidem.
[3] Quas primas, [6].
[4] C.G. I, c. 1.
[5] Quas primas, [8].
[6] Ibidem.
[7] Quas primas, [12] y [13].
[8] Jordán B. Genta, El nacionalismo argentino, Buenos Aires, 1972.
Más, mucho más que en 1925, se hace hoy preciso rescatar la necesaria proyección temporal del Reinado de Cristo como único modo de hacer un mundo más justo y más humano. Todo cuanto hagamos en este sentido, es cierto, ha de ser con la mirada puesta en ese Reino que consumará la Historia. Pero mientras aguardamos -y dejando expresamente a salvo la legítima pluralidad de las opciones políticas del cristiano- recordemos, con palabras de Jordán B. Genta, maestro y mártir de la Fe: "Con Cristo lo podemos todo y nuestro empeño en lo político debe ser para que Él reine...[8]"
No tengamos miedo de proclamar esta Realeza de Cristo. Sobre los tejados. Sin flaquezas. Con caridad. Nadie puede temer este Reinado. Pues como lo recuerda Pío XI: Non eripit mortalia, qui regna da caelestia.
[1] Quas primas, [4].Seguimos el texto español de Doctrina Pontificia, II, Documentos Políticos, BAC, Madrid, 1958.
[2] Ibidem.
[3] Quas primas, [6].
[4] C.G. I, c. 1.
[5] Quas primas, [8].
[6] Ibidem.
[7] Quas primas, [12] y [13].
[8] Jordán B. Genta, El nacionalismo argentino, Buenos Aires, 1972.
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