Nos ha nacido un niño: el Dios de toda majestad, se anonadó a sí mismo, se hizo semejante a nosotros no sólo tomando el cuerpo terrestre de los mortales, sino aún más, haciéndose a la edad de un niño, cargado de debilidad y pequeñez. ¡Bienaventurada infancia, cuya debilidad y simplicidad son más fuertes y más sabias que todos los hombres! Porque, en verdad, la fuerza de Dios y la sabiduría de Dios llevan a cabo aquí su obra divina a través de nuestras realidades humanas. Sí, la debilidad de este niño vence al príncipe de este mundo; rompe nuestras ataduras y nos libera de nuestra cautividad. La simplicidad de este niño, la cual parece muda y faltada de palabra, vuelve elocuentes las lenguas de los hijos; les hace hablar con el lenguaje de los hombres y de los ángeles... Este niño parece ignorante pero es quien enseña la sabiduría a los hombres y a los ángeles, él que, en realidad, es... la Sabiduría de Dios y su Verbo, su Palabra.
¡Oh santa y dulce infancia, que devuelves a los hombres la verdadera inocencia gracias a la cual a cualquier edad se puede regresar a la bendita infancia y asemejarse a ella, no por la pequeñez de sus miembros, sino por la humildad de corazón y la suavidad de su comportamiento! Indudablemente, vosotros los hijos de Adán, que sois tan grandes a vuestros propios ojos..., si no os convertís y no os hacéis como ese niño, no entraréis en el Reino de los cielos. «Yo soy la puerta del Reino», dice ese niño. Si la altura de los hombres no se inclina, esta humilde puerta no los dejará entrar.
(Referencias bíblicas: : Is 9,5; 1C 1,24; Jn 12,31; Sab 10,21; 1C 13,1; Sl 93,10; Mt 18,3-4; Jn 10).
1er sermón para la Navidad
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