Cristo, nuestro abogado (1Jn 2:1), está sentado a la derecha del Padre. En medio de nosotros ya no es visible en su naturaleza humana. Pero se dignó quedarse con nosotros hasta el fin de los siglos, invisible bajo las apariencias de pan y de vino en el sacramento de su amor. Es el gran misterio de un Dios presente y escondido, de ese Dios que un día vendrá juzgar a los vivos y a los muertos.
Es hacia ese gran día de Dios que avanza la humanidad entera de los siglos pasados, del presente y del porvenir. Es hacia ese día que avanza la Iglesia, maestra para todas las naciones de la fe y de la moral, bautizando en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y nosotros, así como creemos en el Padre, creador del cielo y de la tierra, en el Hijo, redentor del género humano, igualmente creemos en el Espíritu Santo.
Él es el Espíritu que procede del Padre y del Hijo, de su amor consubstancial, prometido y enviado por Cristo a los Apóstoles el día del Pentecostés, virtud que viene de arriba y que los llena. Es el Paráclito y el Consolador que mora con ellos por siempre, Espíritu invisible, desconocido por el mundo, quién les enseña y recuerda todo lo que Jesús les dijo.
Muestren al pueblo cristiano el poder divino e infinito de este Espíritu creador, don del Altísimo, dador de todo carisma espiritual, consolador, luz de los corazones, que, en nuestras almas lava lo que está sucio, riega lo que es árido, sana lo que está herido.
De él, amor eterno, desciende el fuego de esta caridad que Cristo quiere ver encendida aquí abajo; esta caridad que hace a la Iglesia una, santa, católica, que la anima y la vuelve invencible en medio de los ataques de la sinagoga de Satán; esta caridad que une en la comunión de los santos; esta caridad que renueva la amistad con Dios y perdona el pecado.
Discurso de Cuaresma a los sacerdotes de Roma y a los predicadores,17 de febrero 1942.
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