miércoles, 15 de agosto de 2018

Meditación: Lucas 1, 39-56

De la homilía del Papa Emérito Benedicto XVI en la fiesta de la Asunción de 2005

La fiesta de la Asunción es un día de alegría. Dios ha vencido. El amor ha vencido. Ha vencido la vida. Se ha puesto de manifiesto que el amor es más fuerte que la muerte, que Dios tiene la verdadera fuerza, y su fuerza es bondad y amor.

María fue asunta al cielo en cuerpo y alma. En Dios también hay lugar para el cuerpo. El cielo ya no es para nosotros una esfera muy lejana y desconocida. En el cielo tenemos una madre. Y la Madre de Dios, la Madre del Hijo de Dios, es nuestra madre. El mismo Señor lo dijo. La hizo madre nuestra cuando dijo al discípulo y a todos nosotros: “He aquí a tu madre.” En el cielo tenemos una madre. El cielo está abierto; el cielo tiene un corazón.

Antes se pensaba y se creía que, desentendiéndonos de Dios y siendo nosotros autónomos, siguiendo nuestras propias ideas, nuestra voluntad, llegaríamos a ser realmente libres, para hacer lo que nos apeteciera sin tener que obedecer a nadie. Pero cuando Dios desaparece, el hombre no adquiere grandeza; al contrario, pierde la dignidad divina, pierde el reflejo del esplendor de Dios. Al final se convierte sólo en el producto de una evolución ciega, del que se puede usar y abusar. Eso es precisamente lo que ha confirmado la experiencia de nuestra época.

El hombre es grande sólo si Dios es grande. Con María debemos comenzar a comprender que es así. No debemos alejarnos de Dios, sino hacer que Dios esté presente, hacer que Dios sea grande en nuestra vida; así también nosotros seremos divinos: tendremos todo el esplendor de la dignidad divina.

Apliquemos esto a nuestra vida. Es importante que Dios sea grande entre nosotros, en la vida pública y en la vida privada; que Dios esté presente en nuestra vida común, porque sólo si Dios está presente tenemos una orientación, un camino común; de lo contrario, los contrastes se hacen inconciliables, pues ya no se reconoce la dignidad común.

Engrandezcamos a Dios en la vida pública y en la vida privada. Eso significa hacer espacio para Dios cada día en nuestra vida, comenzando desde la mañana con la oración, luego dando tiempo a Dios, y dedicándole el domingo.
“Santa María Asunta, signo de esperanza y de consuelo, de humanidad nueva y redimida, danos de tu Hijo ser como tú, llenos del Espíritu Santo.”
Apocalipsis 11, 19; 12, 1-6. 10
Salmo 45(44), 10-12. 16
1 Corintios 15, 20-27
fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros

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