Probablemente Pedro creyó que era demasiado generoso al preguntar si era necesario perdonar hasta siete veces las ofensas de su hermano, porque la ley judía disponía perdonar hasta tres veces, o bien que la represalia fuera “ojo por ojo y diente por diente” (Éxodo 21, 24) para que el desagravio no fuera peor que la ofensa recibida.
La enseñanza de Jesús, de perdonar hasta “setenta veces siete” fue sin duda desconcertante e inesperada; pero Jesús quería enseñar algo de la naturaleza de la misericordia divina. La compasión con que Dios perdona nuestros pecados es una manifestación de la ternura propia de Dios en su relación con la humanidad. A nosotros se nos pide manifestar la misma compasión con los demás: “¿No debías tú también haberte compadecido de tu compañero, como yo me compadecí de ti?”
La misericordia es el amor de Dios que surge en nosotros cuando nos vemos frente a un dolor o sufrimiento grave. Y demostramos compasión y ternura cuando dejamos que el amor de Dios nos impulse a asistir a los necesitados. La necesidad tiene muchas formas: puede referirse a cosas de este mundo, tales como pobreza, hambre, falta de techo o abrigo, pero también soledad, depresión o angustia. Cuando vemos al prójimo en condiciones como esas deberíamos sentirnos movidos a hacer algo para demostrarle que Jesús lo ama como ama a todo ser humano. En efecto, San Juan Pablo II ha dicho que esto es un “imperativo para todos y cada uno de los hombres y mujeres, para las sociedades y las naciones” (Encíclica sobre La Preocupación Social de la Iglesia, 32).
Pero tampoco hemos de olvidar las muchas ocasiones en que podemos ser misericordiosos en situaciones de sufrimiento espiritual. La asistencia humanitaria y filantrópica puede ayudar a aliviar la necesidad física, pero sólo el cristiano puede comunicar palabras de verdad, capaces de llevar a un corazón pecaminoso al arrepentimiento y a una nueva relación con Dios. Esta es una misericordia que refleja la propia misión de Jesús en el mundo: llevar la salvación a quienes van por mal camino.
Cuando empezamos a tratar a los demás con la misma misericordia que Dios nos ha demostrado, el Cuerpo de Cristo refleja su verdad y su presencia en el mundo.
“Amado, Señor Jesús, enséñame a tomar mejor conciencia de los familiares y amigos que yo tengo para reafirmar o corregir mi manera de relacionarme con ellos como Jesús lo haría.”
Ezequiel 12, 1-12
Salmo 78(77), 56-59. 61-62
fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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