Difíciles eran para el oficial de Cafarnaúm los interrogantes que se le planteaban. ¿Era posible que este sencillo predicador y ex carpintero de Nazaret fuera el Mesías? Y si lo era, ¿era capaz de curar? Pero su necesidad lo hizo creer y pedirle al Señor que curara a su hijo. Para sorpresa suya, Jesús le replicó: “Ustedes no creen, si no ven señales y milagros” (Juan 4, 48). Jesús le estaba pidiendo que tuviera fe.
Cuando surgen casos de crisis hay que tomar decisiones drásticas y allí vemos si tenemos fe o no. ¿Es cierto que confiamos en las promesas, el poder y el amor de Dios? ¿Crees tú que el Señor utiliza todas las circunstancias para el bien de quienes lo aman (Romanos 8, 28)? Cuando decidimos creer en Dios, entramos en la paz del Señor, incluso en las circunstancias más desconcertantes. Si uno se fía solo del razonamiento humano, corre el riesgo de fracasar y nos llega el desaliento, la frustración y la inseguridad.
Cuando se nos prueba la fe, muchos caemos en cuenta de que estamos pensando lo mismo que Santo Tomás Apóstol: “Si no veo… no lo podré creer” (Juan 20, 25). Jesús sabe que somos inclinados a la incredulidad y a depender de nuestros propios medios. Esta es precisamente la razón por la que él murió por nosotros. Porque si confesamos que nos cuesta creer y le pedimos ayuda, él nos fortalecerá con el don de la fe. Luego, a medida que crezcamos en la comunión con Dios mediante los sacramentos, la oración, la meditación en su Palabra, seremos capaces de creer con la confianza de niños pequeños. Entonces cobrarán vida para nosotros sus promesas de justificación, perdón, reconciliación con el prójimo y unión con Dios para toda la eternidad.
En efecto, a medida que reconozcamos que el esfuerzo humano por sí solo es absolutamente inútil para combatir la tentación y los hábitos de pecado, aprenderemos a aferrarnos a las promesas de Dios que se cumplen en Cristo Jesús, nuestro Señor. Entonces descubriremos que Dios proveerá para nosotros, como lo hizo para Abraham cuando Dios le pidió sacrificar a su único hijo (Génesis 22, 1-18). Porque sea lo que sea que suceda, Dios siempre merece nuestra confianza absoluta.
“Padre amado, recibe te ruego mi sincera y profunda expresión de amor, agradecimiento y adoración. ¡Desde hoy pongo toda mi vida en tus manos santas y venerables!
Isaías 65, 17-21
Salmo 30(29), 2. 4-6. 11-13
fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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