Evangelio según San Mateo 6,1-6.16-18.
Jesús dijo a sus discípulos:
Tengan cuidado de no practicar su justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos: de lo contrario, no recibirán ninguna recompensa del Padre que está en el cielo.
Por lo tanto, cuando des limosna, no lo vayas pregonando delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser honrados por los hombres. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa.
Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha,
para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
Cuando ustedes oren, no hagan como los hipócritas: a ellos les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa.
Tú, en cambio, cuando ores, retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
Cuando ustedes ayunen, no pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro para que se note que ayunan. Les aseguro que con eso, ya han recibido su recompensa.
Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro,
para que tu ayuno no sea conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
RESONAR DE LA PALABRA
Queridos hermanos:
Las lecturas que nos propone la liturgia aluden de distinto modo a la recompensa de la fe. En la segunda carta a los Corintios, Pablo, que estaba pendiente de recaudar lo más posible para la colecta de los santos de Jerusalén, asegura que Dios será generoso con quien siembra generosamente: Él «os proporcionará y aumentará la semilla, y multiplicará la cosecha de vuestra justicia» (2Cor 9,11). Por su parte, Mateo pone en boca de Jesús una llamada a practicar la justicia con humildad para que el Padre, que está en lo escondido, pueda colmarnos con su recompensa.
Tanto Pablo como Cristo desean despertar el buen obrar de los creyentes con la promesa de un premio futuro. Lo cual, considerado en bruto, parecería atentar contra la absoluta gratuidad del don de Dios, que es radicalmente libre y muy superior a las acciones humanas. Sin embargo, la Escritura es diáfana a este respecto y consigna a la vez la libérrima donación de sus bienes por parte de Dios y la legitima espera de una recompensa por parte del hombre. La clave está no tanto en lo que el hombre y Dios hacen sino en lo que buscan y en lo que resulta de los distintos modos de buscar.
Hay un modo de vivir la fe y el amor que resulta dependiente, caprichoso y mercantil: Dios buscando comprar el afecto del hombre; el hombre buscando comprar el agrado de Dios. Ambos afanados por obtener una recompensa que los engrandezca. En este caso, el centro de la búsqueda no es la persona amada sino el propio beneficio del amante. Cuando tomamos esta vereda, la avidez ocupa el lugar de la gratuidad.
Pero el recto amor cristiano nunca es así. La fe debe ser libre, ordenada y pródiga: Dios buscando al hombre con toda su caridad; el hombre buscando a Dios con toda su libertad. Ambos apremiados por ver cumplida la felicidad del otro. Entonces, sí. Entonces adviene una recompensa impensada que es el amor mismo, aquel que nace cuando todo nuestro querer e interés se dirigen hacia aquel a quien amamos y no hacia lo que nosotros recibimos de él. Cuando nos buscamos de esta manera, somos a la vez el premio y los premiados.
Fraternalmente:
Adrián de Prado Postigo cmf
No hay comentarios:
Publicar un comentario