El Señor elogió a Pedro cuando éste declaró: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.” Luego, Jesús añadió: “Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos… y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos.”
En efecto, desde entonces, la Iglesia es una sola, de alcance universal, cuyo único fundador y cabeza es Cristo, nuestro Señor, que ha querido tener a Pedro como su representante: “Donde está Pedro, allí está la Iglesia” decía San Ambrosio, o sea: donde está el Papa, el sucesor de Pedro, allí está la Iglesia.
Es indiscutible que la Piedra viva, la Piedra angular por excelencia es Cristo Jesús, pero él mismo dejó a su Vicario, el Obispo de Roma, como cabeza visible de la Iglesia Católica en el mundo. Pero luego vienen todos los fieles, desde los obispos y los sacerdotes hasta el último bautizado; todos, justamente como lo dice San Pedro, somos “piedras vivas, un templo espiritual, un sacerdocio santo, que por medio de Jesucristo ofrezca sacrificios espirituales, agradables a Dios” (1 Pedro 2, 5).
Sin embargo, no hemos de olvidar que, cuando el Señor dijo que iría a Jerusalén donde le darían muerte, tuvo que reprender duramente a Pedro y corregirlo por la respuesta precipitada e irreflexiva, demasiado humana y equivocada de éste.
Por eso es bueno que en los evangelios veamos a los primeros discípulos de Cristo tal como eran: no como personajes idealizados, sino como gente de carne y hueso, como nosotros, con sus virtudes y defectos; esta circunstancia nos aproxima a ellos y nos ayuda a ver que el crecimiento en la vida cristiana es un camino que todos debemos recorrer, pues nadie nace siendo sabio y experimentado.
Ahora, sumidos como estamos en una sociedad que propone como ideales el éxito material, el aprendizaje sin esfuerzo y la obtención del máximo provecho con un mínimo de trabajo, es fácil que también acabemos viendo las cosas más como los hombres que como Dios. Por eso necesitamos adentrarnos en la Palabra de Dios, hacer oración y pedir la luz del Espíritu Santo.
“Padre misericordioso, te damos gracias por tu santa Iglesia Católica. Ilumina también a los que rechazan a Cristo para que se conviertan, sean iluminados y no perezcan.”
Números 20, 1-13
Salmo 95 (94), 1-2. 6-9
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